«A Working Man», cuando la acción se convierte en castigo

Tiempo de lec­tu­ra: ±8 minu­tos

No hay nada peor que sen­tar­se fren­te a una pelí­cu­la de acción espe­ran­do explo­sio­nes, peleas memo­ra­bles y per­so­na­jes con caris­ma, y aca­bar desean­do que el villano gane solo para que la tor­tu­ra ter­mi­ne antes. «A Working Man», la últi­ma pro­pues­ta de Amazon Prime Video, es exac­ta­men­te eso: una colec­ción de erro­res enca­de­na­dos que ni Jason Statham ni Sylvester Stallone logran sal­var, por mucho que ambos nos cai­gan bien. Aquí no hay reden­ción posi­ble, solo un nau­fra­gio épi­co en cada depar­ta­men­to, des­de el guion has­ta la direc­ción, pasan­do por unos esce­na­rios que pare­cen saca­dos de un catá­lo­go de deco­ra­dos de sal­do.

La pre­mi­sa es tan vie­ja como el pro­pio géne­ro: Levon Cade, exma­ri­ne bri­tá­ni­co reci­cla­do a curran­te de la cons­truc­ción, se ve obli­ga­do a vol­ver a las anda­das cuan­do la hija de su jefe es secues­tra­da por una mafia rusa de sal­do. Statham, que sue­le ser garan­tía de mam­po­rros y ceño frun­ci­do, aquí pare­ce estar en pilo­to auto­má­ti­co, como si supie­ra que ni con tres cafés y dos dobles de whisky iba a poder levan­tar este muer­to. Stallone, por su par­te, fir­ma un guion que haría son­ro­jar a cual­quier beca­rio de Hollywood: diá­lo­gos de car­tón pie­dra, villa­nos de ope­re­ta y moti­va­cio­nes tan pro­fun­das como un char­co tras la llu­via.

La direc­ción de David Ayer, que en otros tiem­pos supo impri­mir cier­ta ener­gía a sus pelí­cu­las, aquí se pier­de en una mara­ña de pla­nos mal ilu­mi­na­dos y un mon­ta­je que haría pali­de­cer a cual­quier edi­tor de vídeos de bodas. Las esce­nas de acción, que debe­rían ser el alma de la pelí­cu­la, son un fes­ti­val de cor­tes abrup­tos, cáma­ra tem­blo­ro­sa y peleas que no trans­mi­ten ni ten­sión ni espec­ta­cu­la­ri­dad. Si bus­ca­bas adre­na­li­na, aquí solo encon­tra­rás bos­te­zos y la incó­mo­da sen­sa­ción de estar vien­do una paro­dia invo­lun­ta­ria del géne­ro.

Por si fue­ra poco, los acto­res secun­da­rios pare­cen haber sido ele­gi­dos en un cas­ting exprés en el bar de la esqui­na. Los villa­nos, con acen­tos rusos tan sobre­ac­tua­dos que rozan el ridícu­lo, no gene­ran ni mie­do ni res­pe­to. Más bien dan ganas de invi­tar­les a un karao­ke para ver si al menos allí logran des­ta­car. Los esce­na­rios, supues­ta­men­te ambien­ta­dos en Chicago, son una suce­sión de cli­chés urba­nos sin alma ni cohe­ren­cia geo­grá­fi­ca: un plano de la sky­li­ne aquí, una per­se­cu­ción por un subur­bio allá, y de repen­te, ¡zas!, esta­mos en un bos­que digno de pelí­cu­la de serie B. La pelí­cu­la no solo care­ce de sen­ti­do de lugar, sino que pare­ce roda­da en un lim­bo don­de la lógi­ca y la con­ti­nui­dad han sido des­te­rra­das.

El guion es un des­pro­pó­si­to mayúscu­lo. Stallone pare­ce haber vol­ca­do en el papel todas las ideas que se le ocu­rrie­ron en una tar­de de resa­ca: exsol­da­dos trau­ma­ti­za­dos, mafias rusas gené­ri­cas, secues­tros sin emo­ción, y un pro­ta­go­nis­ta que, en teo­ría, debe­ría ser un hom­bre corrien­te pero que aca­ba sien­do una cari­ca­tu­ra sin mati­ces. Las sub­tra­mas fami­lia­res, que en otras manos podrían haber apor­ta­do algo de huma­ni­dad, aquí solo sir­ven para alar­gar la ago­nía y dis­traer de lo poco que fun­cio­na. El resul­ta­do es una his­to­ria tan enre­ve­sa­da como insus­tan­cial, don­de nin­gún per­so­na­je impor­ta y los giros de guion se ven venir des­de el minu­to uno.

Stantham no sabe si tirar la gra­na­da o comér­se­la para aca­bar con el sufri­mien­to de seme­jan­te bodrio…

La acción, ese supues­to sal­va­vi­das, es el mayor nau­fra­gio de todos. Los com­ba­tes cuer­po a cuer­po, que debe­rían ser el sello de Statham, están edi­ta­dos con tal tor­pe­za que cues­ta seguir quién gol­pea a quién. La vio­len­cia, lejos de ser crea­ti­va o impac­tan­te, resul­ta repe­ti­ti­va y caren­te de ener­gía. Ni siquie­ra los efec­tos espe­cia­les logran apor­tar algo de emo­ción: explo­sio­nes de sal­do, dis­pa­ros sin fuer­za y una ban­da sono­ra que inten­ta, sin éxi­to, insu­flar vida a una pelí­cu­la ya mori­bun­da. El clí­max, que debe­ría ser el momen­to de reden­ción, es tan oscu­ro y mal roda­do que uno aca­ba miran­do el reloj, desean­do que la pesa­di­lla ter­mi­ne de una vez.

Si habla­mos de los per­so­na­jes secun­da­rios, la cosa no mejo­ra. Michael Peña y David Harbour apa­re­cen y des­apa­re­cen sin dejar hue­lla, como si ni ellos mis­mos supie­ran qué pin­tan en la his­to­ria. Los villa­nos, cari­ca­tu­res­cos has­ta el extre­mo, pare­cen saca­dos de una paro­dia de «Rocky & Bullwinkle» más que de una pelí­cu­la de acción seria. El resul­ta­do es un des­fi­le de cli­chés y sobre­ac­tua­cio­nes que no apor­tan nada, más allá de algún que otro momen­to invo­lun­ta­ria­men­te cómi­co.

La ambien­ta­ción es otro de los gran­des fra­ca­sos. La pelí­cu­la pre­su­me de estar ambien­ta­da en Chicago, pero la ciu­dad nun­ca cobra vida. Los esce­na­rios son gené­ri­cos, sin per­so­na­li­dad ni atmós­fe­ra, y el abu­so de pla­nos de la sky­li­ne aca­ba resul­tan­do can­sino. Las tran­si­cio­nes entre loca­li­za­cio­nes care­cen de lógi­ca, y uno tie­ne la sen­sa­ción de que los per­so­na­jes se tele­trans­por­tan de un sitio a otro sin que impor­te dema­sia­do el cómo ni el por­qué. Todo esto con­tri­bu­ye a una sen­sa­ción cons­tan­te de des­co­ne­xión, como si la pelí­cu­la estu­vie­ra impro­vi­sa­da sobre la mar­cha.

La direc­ción de Ayer, lejos de apor­tar cohe­ren­cia o rit­mo, se limi­ta a enca­de­nar esce­nas sin alma ni ten­sión. El mon­ta­je es caó­ti­co, la ilu­mi­na­ción es tan pobre que en oca­sio­nes cues­ta dis­tin­guir qué está ocu­rrien­do en pan­ta­lla, y la cáma­ra tem­blo­ro­sa solo aña­de con­fu­sión. La pelí­cu­la inten­ta com­pen­sar su fal­ta de ideas con vio­len­cia gra­tui­ta y fra­ses lapi­da­rias, pero ni siquie­ra en eso logra des­ta­car. El resul­ta­do es una expe­rien­cia visual­men­te des­agra­da­ble, que solo con­si­gue aumen­tar la frus­tra­ción del espec­ta­dor.

En cuan­to a Statham, poco se le pue­de repro­char. Hace lo que pue­de con el mate­rial que le han dado, pero ni su caris­ma ni su peri­cia en las esce­nas de acción logran sal­var el con­jun­to. Su acen­to, nor­mal­men­te incon­fun­di­ble, aquí se con­vier­te en un expe­ri­men­to falli­do que des­con­cier­ta más que otra cosa. Es como si el pro­pio actor supie­ra que está atra­pa­do en un pro­yec­to sin rum­bo, y se limi­ta­ra a cum­plir el expe­dien­te sin dema­sia­do entu­sias­mo.

Michael Peña pen­san­do en que habrá hecho para mere­cer esto…

El guion de Stallone es, pro­ba­ble­men­te, el mayor las­tre de la pelí­cu­la. Todo sue­na a déjà vu, a ideas reci­cla­das y per­so­na­jes pla­nos. Las moti­va­cio­nes de los villa­nos son inexis­ten­tes, los diá­lo­gos son for­za­dos y las situa­cio­nes resul­tan tan inve­ro­sí­mi­les que cues­ta tomar­se en serio nada de lo que ocu­rre en pan­ta­lla. Ni siquie­ra los inten­tos de humor fun­cio­nan, y las pocas sub­tra­mas fami­lia­res solo sir­ven para aña­dir minu­tos inne­ce­sa­rios a una pelí­cu­la que ya de por sí se hace inter­mi­na­ble.

En resu­men, «A Working Man» es un desas­tre de prin­ci­pio a fin. Ni la acción, ni los acto­res, ni los esce­na­rios, ni el guion logran estar a la altu­ra. Es una pelí­cu­la que solo pue­de reco­men­dar­se a los com­ple­tis­tas de Statham o a quie­nes dis­fru­ten con los desas­tres cine­ma­to­grá­fi­cos. El res­to haría bien en bus­car otra cosa que ver, por­que aquí solo encon­tra­rán decep­ción, abu­rri­mien­to y la incó­mo­da sen­sa­ción de haber per­di­do dos horas de su vida que jamás recu­pe­ra­rán.