Rosalía + "Lux", cuando el arte se transforma

Tiempo de lec­tu­ra:
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La orques­ta inva­de el pop

Tres años. Ese es el tiem­po que ha tar­da­do Rosalía en vol­ver a nues­tras vidas, pero no con cual­quier dis­co, sino con «Lux», una obra que rom­pe con todo lo que cono­cía­mos de ella. Mientras muchos espe­ra­ban una con­ti­nua­ción del reg­gae­tón expe­ri­men­tal y los rit­mos urba­nos que la con­vir­tie­ron en fenó­meno glo­bal con «Motomami», la cata­la­na nos ha rega­la­do algo com­ple­ta­men­te dife­ren­te: una sin­fo­nía moder­na, un via­je espi­ri­tual gra­ba­do con la Orquesta Sinfónica de Londres, don­de las pal­mas fla­men­cas con­vi­ven con coros celes­tia­les y el trap da paso a arias ope­rís­ti­cas.

Es fas­ci­nan­te obser­var cómo una artis­ta en la cús­pi­de de su carre­ra deci­de arries­gar­lo todo. Porque haga­mos las cuen­tas: des­pués del éxi­to masi­vo de «Despechá» y «Saoko», lo lógi­co habría sido repe­tir la fór­mu­la, ase­gu­rar el éxi­to comer­cial y man­te­ner con­ten­ta a la indus­tria. Pero Rosalía nun­ca ha sido de las que eli­gen el camino fácil. Este cuar­to álbum de estu­dio es una decla­ra­ción de prin­ci­pios, un sal­to al vacío sin red de segu­ri­dad don­de la expe­ri­men­ta­ción y la ambi­ción artís­ti­ca pre­va­le­cen sobre cual­quier con­si­de­ra­ción comer­cial.

«Lux» no se con­su­me, se expe­ri­men­ta. Sesenta minu­tos de músi­ca divi­di­dos en cua­tro movi­mien­tos que fun­cio­nan como una sin­fo­nía clá­si­ca, con die­cio­cho can­cio­nes en su ver­sión físi­ca y quin­ce en las pla­ta­for­mas digi­ta­les. Y aquí vie­ne uno de los giros más radi­ca­les: mien­tras el mun­do ente­ro se vuel­ca en el strea­ming, Rosalía ha deci­di­do que la expe­rien­cia com­ple­ta solo está dis­po­ni­ble en vini­lo y CD, como un gui­ño a la épo­ca en la que los dis­cos se escu­cha­ban de prin­ci­pio a fin, sin inte­rrup­cio­nes ni dis­trac­cio­nes.

La pro­duc­ción de este álbum es una his­to­ria en sí mis­ma. Durante tres años, la artis­ta tra­ba­jó obse­si­va­men­te con pro­duc­to­res como Noah Goldstein, Dylan Wiggins y Jake Miller, pulien­do cada deta­lle has­ta el lími­te de sus fuer­zas. En una con­fe­sión reve­la­do­ra a Zane Lowe, Rosalía admi­tió que estu­vo al bor­de del colap­so men­tal por los pla­zos de entre­ga. Tanto le cos­tó sepa­rar­se del pro­yec­to que siguió modi­fi­can­do can­cio­nes inclu­so des­pués de que las ver­sio­nes físi­cas estu­vie­ran ya en pren­sa, lo que pro­vo­có que las edi­cio­nes digi­ta­les pre­sen­ta­ran dife­ren­cias con los dis­cos de vini­lo. Este per­fec­cio­nis­mo extre­mo, aun­que incom­pren­di­do por algu­nos fans, habla de una artis­ta para quien el arte está por enci­ma de cual­quier con­ven­ción comer­cial.

Pero hable­mos de la trans­for­ma­ción vocal, por­que aquí resi­de una de las mayo­res sor­pre­sas del dis­co. Desde sus ini­cios en «Los Ángeles» (2017), don­de explo­ra­ba el fla­men­co tra­di­cio­nal con una voz pura y des­car­na­da, Rosalía ha expe­ri­men­ta­do una evo­lu­ción que cul­mi­na en «Lux» con un des­plie­gue téc­ni­co que roza lo sobre­hu­mano. Su voz se mue­ve des­de el susu­rro ínti­mo has­ta el gri­to ope­rís­ti­co, pasan­do por melis­mas fla­men­cos, rap cor­tan­te y arias de soprano líri­ca. En «Mio Cristo», por ejem­plo, can­ta en ita­liano con una téc­ni­ca vocal que podría riva­li­zar con cual­quier intér­pre­te de ópe­ra pro­fe­sio­nal. Y en «La Rumba del Perdón», jun­to a Estrella Morente y Silvia Pérez Cruz, recu­pe­ra ese duen­de fla­men­co que la vio nacer, pero con una madu­rez vocal que evi­den­cia años de tra­ba­jo y estu­dio.

Idiomas, mis­te­rio y espi­ri­tua­li­dad

La deci­sión de can­tar en cator­ce idio­mas dife­ren­tes ha gene­ra­do con­tro­ver­sia. Español, cata­lán, inglés, latín, ita­liano, ale­mán, fran­cés, por­tu­gués, ucra­niano, ára­be, hebreo, man­da­rín, sici­liano y japo­nés se entre­la­zan a lo lar­go del dis­co, crean­do una espe­cie de Torre de Babel sono­ra. Para algu­nos crí­ti­cos, este recur­so pue­de resul­tar arti­fi­cio­so y pre­ten­cio­so, pero hay una lógi­ca narra­ti­va detrás: Rosalía se ha ins­pi­ra­do en figu­ras de la mís­ti­ca feme­ni­na his­tó­ri­ca, san­tas como Hildegarda de Bingen, Juana de Arco o Santa Teresa de Jesús, y cada idio­ma repre­sen­ta un home­na­je a estas muje­res en su len­gua nati­va. Es una apues­ta arries­ga­da, sin duda, pero cohe­ren­te con la ambi­ción con­cep­tual del pro­yec­to.​​

Musicalmente, «Lux» es un uni­ver­so don­de con­flu­yen géne­ros que jamás ima­gi­na­mos escu­char jun­tos. Los vio­li­nes de la Orquesta Sinfónica de Londres crean pai­sa­jes sono­ros de una belle­za apa­bu­llan­te, mien­tras que las bases elec­tró­ni­cas irrum­pen de for­ma ines­pe­ra­da, gene­ran­do con­tras­tes que man­tie­nen al oyen­te en cons­tan­te ten­sión. En can­cio­nes como «Berghain», con cola­bo­ra­cio­nes de Björk y Yves Tumor, asis­ti­mos a un caos orques­tal fas­ci­nan­te don­de el ale­mán ope­rís­ti­co se encuen­tra con inter­ven­cio­nes divi­nas can­ta­das por la islan­de­sa y decla­ra­cio­nes de deseo explí­ci­to del esta­dou­ni­den­se. Es músi­ca que desa­fía cate­go­rías, que se nie­ga a ser pop pero tam­po­co es clá­si­ca, que coque­tea con el fla­men­co sin ser fla­men­ca.

Y las letras. Porque si algo ha mejo­ra­do expo­nen­cial­men­te en Rosalía es su capa­ci­dad para escri­bir ver­sos que fun­cio­nan en múl­ti­ples nive­les. Ya no esta­mos ante la narra­ti­va direc­ta de «Malamente» o los jue­gos de pala­bras inge­nio­sos de «Motomami». En «Lux», las letras ope­ran en un regis­tro más poé­ti­co, más abs­trac­to, don­de lo divino y lo terre­nal se con­fun­den deli­be­ra­da­men­te. ¿Está can­tan­do a Dios o a un amor per­di­do? ¿Esa devo­ción es reli­gio­sa o román­ti­ca? La ambi­güe­dad no es casua­li­dad, es el núcleo mis­mo del dis­co. «Primero amar el mun­do y lue­go amar a Dios», can­ta en «Sexo, vio­len­cia y llan­tas», esta­ble­cien­do des­de el ini­cio este diá­lo­go entre lo car­nal y lo espi­ri­tual que atra­vie­sa todo el álbum.

Hay momen­tos de vul­ne­ra­bi­li­dad extre­ma, como en «Sauvignon Blanc», una bala­da des­ga­rra­do­ra que bor­dea la cur­si­le­ría sin lle­gar a cru­zar la línea, gra­cias a refe­ren­cias mate­ria­les que anclan la can­ción en lo coti­diano. Y hay momen­tos de empo­de­ra­mien­to rotun­do, como cuan­do can­ta «seré mía y de mi liber­tad» o «me pon­go gua­pa para Dios, nun­ca pa ti ni pa nadie», fra­ses que fun­cio­nan como man­tras de auto­afir­ma­ción feme­ni­na en un con­tex­to don­de la espi­ri­tua­li­dad se con­vier­te en herra­mien­ta de libe­ra­ción.

El fla­men­co, ese géne­ro que la vio cre­cer y que algu­nos crí­ti­cos le repro­cha­ban estar aban­do­nan­do, vuel­ve con fuer­za reno­va­da en varios momen­tos del dis­co. «De madru­gá» fusio­na el can­te jon­do con beats elec­tró­ni­cos de una for­ma que solo Rosalía podría con­ce­bir. Y en «Porcelana», las refe­ren­cias a «El mal que­rer» son evi­den­tes: ese bajo pesa­dí­si­mo que arras­tra la can­ción, esas pal­mas secas, esa for­ma de orna­men­tar la voz que remi­te direc­ta­men­te a la tra­di­ción fla­men­ca pero tami­za­da por una pro­duc­ción con­tem­po­rá­nea sofis­ti­ca­dí­si­ma.

Ambición, ries­go y el via­je hacia la tras­cen­den­cia

Lo intere­san­te es que «Lux» no bus­ca gus­tar a todos. Es un dis­co exi­gen­te, que requie­re tiem­po, pacien­cia y una escu­cha acti­va. No hay hits radio­fó­ni­cos fáci­les, no hay estri­bi­llos pega­di­zos que se repi­tan en TikTok duran­te sema­nas. Es músi­ca para sen­tar­se, des­co­nec­tar el telé­fono y sumer­gir­se en una expe­rien­cia sen­so­rial com­ple­ta. Esto, que en otra artis­ta podría pare­cer un error de cálcu­lo, en Rosalía se per­ci­be como una deci­sión cons­cien­te y valien­te: prio­ri­zar la inte­gri­dad artís­ti­ca sobre el éxi­to inme­dia­to.​

Las crí­ti­cas han sido diver­sas pero mayo­ri­ta­ria­men­te posi­ti­vas. Medios como El Mundo lo cali­fi­can de obra maes­tra apa­sio­na­da, El País habla de un sal­to al vacío inten­so y fas­ci­nan­te, y has­ta publi­ca­cio­nes inter­na­cio­na­les como The Guardian lo des­cri­ben como una expe­rien­cia cau­ti­va­do­ra e inmer­si­va. Pero tam­bién hay voces dis­cor­dan­tes, como la de Mondo Sonoro, que seña­la que el dis­co impre­sio­na más de lo que emo­cio­na, que des­lum­bra más de lo que due­le. Y es que qui­zás ese sea el pre­cio de tan­ta ambi­ción: en el inten­to de ele­var­lo todo, de con­ver­tir cada can­ción en una cate­dral sono­ra, a veces se pier­de la cali­dez, la cone­xión emo­cio­nal direc­ta que tenían temas como «Pienso en tu mirá» o inclu­so «La fama».

Para quie­nes ama­ban «Motomami», este dis­co pue­de resul­tar des­con­cer­tan­te. Ese uni­ver­so de motos, regue­tón des­cons­trui­do y acti­tud urba­na ha des­apa­re­ci­do por com­ple­to, sus­ti­tui­do por imá­ge­nes reli­gio­sas, refe­ren­cias a san­tas y una esté­ti­ca casi mona­cal. Pero pre­ci­sa­men­te esa capa­ci­dad de rein­ven­tar­se radi­cal­men­te de un dis­co a otro es lo que dis­tin­gue a Rosalía de la mayo­ría de artis­tas de su gene­ra­ción. Mientras otros se afe­rran a una fór­mu­la exi­to­sa y la repi­ten has­ta el ago­ta­mien­to, ella pre­fie­re arries­gar­se al recha­zo antes que estan­car­se crea­ti­va­men­te.

La influen­cia de artis­tas como Björk y Kate Bush es inne­ga­ble. Ambas han cons­trui­do carre­ras legen­da­rias pre­ci­sa­men­te por­que nun­ca tuvie­ron mie­do de alie­nar a par­te de su públi­co en aras de la explo­ra­ción artís­ti­ca. Y en el con­tex­to espa­ñol, la som­bra de Enrique Morente, el can­taor que revo­lu­cio­nó el fla­men­co fusio­nán­do­lo con géne­ros impo­si­bles, pla­nea sobre todo el dis­co. Rosalía ha hecho con el pop con­tem­po­rá­neo lo que Morente hizo con el fla­men­co: rom­per las cos­tu­ras del géne­ro has­ta crear algo nue­vo e incla­si­fi­ca­ble.

La cues­tión del maxi­ma­lis­mo tam­bién mere­ce refle­xión. «Lux» es, en todos los sen­ti­dos, dema­sia­do: dema­sia­dos idio­mas, dema­sia­dos ins­tru­men­tos, dema­sia­das ideas, dema­sia­da dura­ción. Pero en un pano­ra­ma musi­cal domi­na­do por can­cio­nes de dos minu­tos dise­ña­das para el con­su­mo rápi­do, esta des­me­su­ra fun­cio­na casi como acto de rebel­día. Rosalía nos está dicien­do que la músi­ca pue­de ser com­ple­ja, den­sa, difí­cil, y aun así valio­sa. Que no todo tie­ne que ser dige­ri­ble de inme­dia­to.

Lo espi­ri­tual atra­vie­sa cada segun­do del álbum, pero no des­de una reli­gio­si­dad con­ven­cio­nal o dog­má­ti­ca. La rela­ción que Rosalía plan­tea con Dios pare­ce más cer­ca­na al mis­ti­cis­mo que a la orto­do­xia, una bús­que­da per­so­nal de tras­cen­den­cia que tie­ne tan­to de intros­pec­ción como de espec­tácu­lo. Algunos han cri­ti­ca­do que esta espi­ri­tua­li­dad se sien­te manu­fac­tu­ra­da, más per­for­man­ce que expe­rien­cia genui­na, pero otros argu­men­tan que pre­ci­sa­men­te esa tea­tra­li­dad es par­te del con­cep­to: el arte como vía de ele­va­ción, la músi­ca como prác­ti­ca mís­ti­ca.

El cie­rre del dis­co con «Magnolias» es sim­ple­men­te sober­bio. Rosalía ima­gi­na su pro­pio fune­ral, con motos que­man­do rue­da sobre su ataúd y bai­les enci­ma de su cadá­ver, para lue­go can­tar «yo que ven­go de las estre­llas, hoy me con­vier­to en pol­vo para vol­ver con ellas». Es una ima­gen poten­tí­si­ma que resu­me todo el via­je del álbum: de la tie­rra al cie­lo, de lo mate­rial a lo espi­ri­tual, del cuer­po al alma, y final­men­te el retorno cós­mi­co. Con una pro­duc­ción que recuer­da a Florence Welch pero con un poso fla­men­co inde­le­ble, la can­ción logra con­mo­ver de ver­dad, algo que no todas las pis­tas del dis­co con­si­guen a pesar de su evi­den­te cali­dad téc­ni­ca.

¿Es «Lux» un dis­co per­fec­to? Probablemente no. Sus exce­sos a veces can­san, su dura­ción podría haber­se recor­ta­do sin per­der impac­to, y el uso de tan­tos idio­mas pue­de resul­tar más dis­trac­tor que enri­que­ce­dor. Pero es, sin nin­gu­na duda, un dis­co impor­tan­te, una decla­ra­ción artís­ti­ca que rede­fi­ne lo que una estre­lla del pop pue­de per­mi­tir­se hacer en 2025. En un con­tex­to don­de la mayo­ría de artis­tas jue­gan sobre segu­ro, don­de los algo­rit­mos dic­tan las deci­sio­nes crea­ti­vas y don­de el mie­do al fra­ca­so para­li­za la inno­va­ción, Rosalía ha crea­do algo genui­na­men­te audaz y per­so­nal.

Lo que que­da cla­ro des­pués de escu­char «Lux» es que esta­mos ante una artis­ta en cons­tan­te evo­lu­ción, inca­paz de repe­tir­se, obse­sio­na­da con empu­jar sus pro­pios lími­tes. Si «Los Ángeles» fue su car­ta de pre­sen­ta­ción fla­men­ca, «El mal que­rer» su con­sa­gra­ción expe­ri­men­tal, y «Motomami» su con­quis­ta del mains­tream latino, «Lux» es su entra­da en el pan­teón de los gran­des artis­tas pop que tras­cien­den géne­ros y gene­ra­cio­nes. No será un dis­co para escu­char todos los días, ni para poner de fon­do mien­tras haces otras cosas. Pero cuan­do te sien­tes a escu­char­lo con la aten­ción que deman­da, la expe­rien­cia es arre­ba­ta­do­ra, ago­ta­do­ra, pero tam­bién pro­fun­da­men­te enri­que­ce­do­ra. Y al final, ¿no es eso lo que debe­ría ser el arte: algo que te trans­for­ma, aun­que sea lige­ra­men­te, des­pués de expe­ri­men­tar­lo?


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