Rosalía + "Lux", cuando el arte se transforma

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±12 minu­tos

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La orques­ta inva­de el pop

Tres años. Ese es el tiem­po que ha tar­da­do Rosalía en vol­ver a nues­tras vidas, pero no con cual­quier dis­co, sino con «Lux», una obra que rom­pe con todo lo que cono­cía­mos de ella. Mientras muchos espe­ra­ban una con­ti­nua­ción del reg­gae­tón expe­ri­men­tal y los rit­mos urba­nos que la con­vir­tie­ron en fenó­meno glo­bal con «Motomami», la cata­la­na nos ha rega­la­do algo com­ple­ta­men­te dife­ren­te: una sin­fo­nía moder­na, un via­je espi­ri­tual gra­ba­do con la Orquesta Sinfónica de Londres, don­de las pal­mas fla­men­cas con­vi­ven con coros celes­tia­les y el trap da paso a arias ope­rís­ti­cas.

Es fas­ci­nan­te obser­var cómo una artis­ta en la cús­pi­de de su carre­ra deci­de arries­gar­lo todo. Porque haga­mos las cuen­tas: des­pués del éxi­to masi­vo de «Despechá» y «Saoko», lo lógi­co habría sido repe­tir la fór­mu­la, ase­gu­rar el éxi­to comer­cial y man­te­ner con­ten­ta a la indus­tria. Pero Rosalía nun­ca ha sido de las que eli­gen el camino fácil. Este cuar­to álbum de estu­dio es una decla­ra­ción de prin­ci­pios, un sal­to al vacío sin red de segu­ri­dad don­de la expe­ri­men­ta­ción y la ambi­ción artís­ti­ca pre­va­le­cen sobre cual­quier con­si­de­ra­ción comer­cial.

«Lux» no se con­su­me, se expe­ri­men­ta. Sesenta minu­tos de músi­ca divi­di­dos en cua­tro movi­mien­tos que fun­cio­nan como una sin­fo­nía clá­si­ca, con die­cio­cho can­cio­nes en su ver­sión físi­ca y quin­ce en las pla­ta­for­mas digi­ta­les. Y aquí vie­ne uno de los giros más radi­ca­les: mien­tras el mun­do ente­ro se vuel­ca en el strea­ming, Rosalía ha deci­di­do que la expe­rien­cia com­ple­ta solo está dis­po­ni­ble en vini­lo y CD, como un gui­ño a la épo­ca en la que los dis­cos se escu­cha­ban de prin­ci­pio a fin, sin inte­rrup­cio­nes ni dis­trac­cio­nes.

La pro­duc­ción de este álbum es una his­to­ria en sí mis­ma. Durante tres años, la artis­ta tra­ba­jó obse­si­va­men­te con pro­duc­to­res como Noah Goldstein, Dylan Wiggins y Jake Miller, pulien­do cada deta­lle has­ta el lími­te de sus fuer­zas. En una con­fe­sión reve­la­do­ra a Zane Lowe, Rosalía admi­tió que estu­vo al bor­de del colap­so men­tal por los pla­zos de entre­ga. Tanto le cos­tó sepa­rar­se del pro­yec­to que siguió modi­fi­can­do can­cio­nes inclu­so des­pués de que las ver­sio­nes físi­cas estu­vie­ran ya en pren­sa, lo que pro­vo­có que las edi­cio­nes digi­ta­les pre­sen­ta­ran dife­ren­cias con los dis­cos de vini­lo. Este per­fec­cio­nis­mo extre­mo, aun­que incom­pren­di­do por algu­nos fans, habla de una artis­ta para quien el arte está por enci­ma de cual­quier con­ven­ción comer­cial.

Pero hable­mos de la trans­for­ma­ción vocal, por­que aquí resi­de una de las mayo­res sor­pre­sas del dis­co. Desde sus ini­cios en «Los Ángeles» (2017), don­de explo­ra­ba el fla­men­co tra­di­cio­nal con una voz pura y des­car­na­da, Rosalía ha expe­ri­men­ta­do una evo­lu­ción que cul­mi­na en «Lux» con un des­plie­gue téc­ni­co que roza lo sobre­hu­mano. Su voz se mue­ve des­de el susu­rro ínti­mo has­ta el gri­to ope­rís­ti­co, pasan­do por melis­mas fla­men­cos, rap cor­tan­te y arias de soprano líri­ca. En «Mio Cristo», por ejem­plo, can­ta en ita­liano con una téc­ni­ca vocal que podría riva­li­zar con cual­quier intér­pre­te de ópe­ra pro­fe­sio­nal. Y en «La Rumba del Perdón», jun­to a Estrella Morente y Silvia Pérez Cruz, recu­pe­ra ese duen­de fla­men­co que la vio nacer, pero con una madu­rez vocal que evi­den­cia años de tra­ba­jo y estu­dio.

Idiomas, mis­te­rio y espi­ri­tua­li­dad

La deci­sión de can­tar en cator­ce idio­mas dife­ren­tes ha gene­ra­do con­tro­ver­sia. Español, cata­lán, inglés, latín, ita­liano, ale­mán, fran­cés, por­tu­gués, ucra­niano, ára­be, hebreo, man­da­rín, sici­liano y japo­nés se entre­la­zan a lo lar­go del dis­co, crean­do una espe­cie de Torre de Babel sono­ra. Para algu­nos crí­ti­cos, este recur­so pue­de resul­tar arti­fi­cio­so y pre­ten­cio­so, pero hay una lógi­ca narra­ti­va detrás: Rosalía se ha ins­pi­ra­do en figu­ras de la mís­ti­ca feme­ni­na his­tó­ri­ca, san­tas como Hildegarda de Bingen, Juana de Arco o Santa Teresa de Jesús, y cada idio­ma repre­sen­ta un home­na­je a estas muje­res en su len­gua nati­va. Es una apues­ta arries­ga­da, sin duda, pero cohe­ren­te con la ambi­ción con­cep­tual del pro­yec­to.​​

Musicalmente, «Lux» es un uni­ver­so don­de con­flu­yen géne­ros que jamás ima­gi­na­mos escu­char jun­tos. Los vio­li­nes de la Orquesta Sinfónica de Londres crean pai­sa­jes sono­ros de una belle­za apa­bu­llan­te, mien­tras que las bases elec­tró­ni­cas irrum­pen de for­ma ines­pe­ra­da, gene­ran­do con­tras­tes que man­tie­nen al oyen­te en cons­tan­te ten­sión. En can­cio­nes como «Berghain», con cola­bo­ra­cio­nes de Björk y Yves Tumor, asis­ti­mos a un caos orques­tal fas­ci­nan­te don­de el ale­mán ope­rís­ti­co se encuen­tra con inter­ven­cio­nes divi­nas can­ta­das por la islan­de­sa y decla­ra­cio­nes de deseo explí­ci­to del esta­dou­ni­den­se. Es músi­ca que desa­fía cate­go­rías, que se nie­ga a ser pop pero tam­po­co es clá­si­ca, que coque­tea con el fla­men­co sin ser fla­men­ca.

Y las letras. Porque si algo ha mejo­ra­do expo­nen­cial­men­te en Rosalía es su capa­ci­dad para escri­bir ver­sos que fun­cio­nan en múl­ti­ples nive­les. Ya no esta­mos ante la narra­ti­va direc­ta de «Malamente» o los jue­gos de pala­bras inge­nio­sos de «Motomami». En «Lux», las letras ope­ran en un regis­tro más poé­ti­co, más abs­trac­to, don­de lo divino y lo terre­nal se con­fun­den deli­be­ra­da­men­te. ¿Está can­tan­do a Dios o a un amor per­di­do? ¿Esa devo­ción es reli­gio­sa o román­ti­ca? La ambi­güe­dad no es casua­li­dad, es el núcleo mis­mo del dis­co. «Primero amar el mun­do y lue­go amar a Dios», can­ta en «Sexo, vio­len­cia y llan­tas», esta­ble­cien­do des­de el ini­cio este diá­lo­go entre lo car­nal y lo espi­ri­tual que atra­vie­sa todo el álbum.

Hay momen­tos de vul­ne­ra­bi­li­dad extre­ma, como en «Sauvignon Blanc», una bala­da des­ga­rra­do­ra que bor­dea la cur­si­le­ría sin lle­gar a cru­zar la línea, gra­cias a refe­ren­cias mate­ria­les que anclan la can­ción en lo coti­diano. Y hay momen­tos de empo­de­ra­mien­to rotun­do, como cuan­do can­ta «seré mía y de mi liber­tad» o «me pon­go gua­pa para Dios, nun­ca pa ti ni pa nadie», fra­ses que fun­cio­nan como man­tras de auto­afir­ma­ción feme­ni­na en un con­tex­to don­de la espi­ri­tua­li­dad se con­vier­te en herra­mien­ta de libe­ra­ción.

El fla­men­co, ese géne­ro que la vio cre­cer y que algu­nos crí­ti­cos le repro­cha­ban estar aban­do­nan­do, vuel­ve con fuer­za reno­va­da en varios momen­tos del dis­co. «De madru­gá» fusio­na el can­te jon­do con beats elec­tró­ni­cos de una for­ma que solo Rosalía podría con­ce­bir. Y en «Porcelana», las refe­ren­cias a «El mal que­rer» son evi­den­tes: ese bajo pesa­dí­si­mo que arras­tra la can­ción, esas pal­mas secas, esa for­ma de orna­men­tar la voz que remi­te direc­ta­men­te a la tra­di­ción fla­men­ca pero tami­za­da por una pro­duc­ción con­tem­po­rá­nea sofis­ti­ca­dí­si­ma.

Ambición, ries­go y el via­je hacia la tras­cen­den­cia

Lo intere­san­te es que «Lux» no bus­ca gus­tar a todos. Es un dis­co exi­gen­te, que requie­re tiem­po, pacien­cia y una escu­cha acti­va. No hay hits radio­fó­ni­cos fáci­les, no hay estri­bi­llos pega­di­zos que se repi­tan en TikTok duran­te sema­nas. Es músi­ca para sen­tar­se, des­co­nec­tar el telé­fono y sumer­gir­se en una expe­rien­cia sen­so­rial com­ple­ta. Esto, que en otra artis­ta podría pare­cer un error de cálcu­lo, en Rosalía se per­ci­be como una deci­sión cons­cien­te y valien­te: prio­ri­zar la inte­gri­dad artís­ti­ca sobre el éxi­to inme­dia­to.​

Las crí­ti­cas han sido diver­sas pero mayo­ri­ta­ria­men­te posi­ti­vas. Medios como El Mundo lo cali­fi­can de obra maes­tra apa­sio­na­da, El País habla de un sal­to al vacío inten­so y fas­ci­nan­te, y has­ta publi­ca­cio­nes inter­na­cio­na­les como The Guardian lo des­cri­ben como una expe­rien­cia cau­ti­va­do­ra e inmer­si­va. Pero tam­bién hay voces dis­cor­dan­tes, como la de Mondo Sonoro, que seña­la que el dis­co impre­sio­na más de lo que emo­cio­na, que des­lum­bra más de lo que due­le. Y es que qui­zás ese sea el pre­cio de tan­ta ambi­ción: en el inten­to de ele­var­lo todo, de con­ver­tir cada can­ción en una cate­dral sono­ra, a veces se pier­de la cali­dez, la cone­xión emo­cio­nal direc­ta que tenían temas como «Pienso en tu mirá» o inclu­so «La fama».

Para quie­nes ama­ban «Motomami», este dis­co pue­de resul­tar des­con­cer­tan­te. Ese uni­ver­so de motos, regue­tón des­cons­trui­do y acti­tud urba­na ha des­apa­re­ci­do por com­ple­to, sus­ti­tui­do por imá­ge­nes reli­gio­sas, refe­ren­cias a san­tas y una esté­ti­ca casi mona­cal. Pero pre­ci­sa­men­te esa capa­ci­dad de rein­ven­tar­se radi­cal­men­te de un dis­co a otro es lo que dis­tin­gue a Rosalía de la mayo­ría de artis­tas de su gene­ra­ción. Mientras otros se afe­rran a una fór­mu­la exi­to­sa y la repi­ten has­ta el ago­ta­mien­to, ella pre­fie­re arries­gar­se al recha­zo antes que estan­car­se crea­ti­va­men­te.

La influen­cia de artis­tas como Björk y Kate Bush es inne­ga­ble. Ambas han cons­trui­do carre­ras legen­da­rias pre­ci­sa­men­te por­que nun­ca tuvie­ron mie­do de alie­nar a par­te de su públi­co en aras de la explo­ra­ción artís­ti­ca. Y en el con­tex­to espa­ñol, la som­bra de Enrique Morente, el can­taor que revo­lu­cio­nó el fla­men­co fusio­nán­do­lo con géne­ros impo­si­bles, pla­nea sobre todo el dis­co. Rosalía ha hecho con el pop con­tem­po­rá­neo lo que Morente hizo con el fla­men­co: rom­per las cos­tu­ras del géne­ro has­ta crear algo nue­vo e incla­si­fi­ca­ble.

La cues­tión del maxi­ma­lis­mo tam­bién mere­ce refle­xión. «Lux» es, en todos los sen­ti­dos, dema­sia­do: dema­sia­dos idio­mas, dema­sia­dos ins­tru­men­tos, dema­sia­das ideas, dema­sia­da dura­ción. Pero en un pano­ra­ma musi­cal domi­na­do por can­cio­nes de dos minu­tos dise­ña­das para el con­su­mo rápi­do, esta des­me­su­ra fun­cio­na casi como acto de rebel­día. Rosalía nos está dicien­do que la músi­ca pue­de ser com­ple­ja, den­sa, difí­cil, y aun así valio­sa. Que no todo tie­ne que ser dige­ri­ble de inme­dia­to.

Lo espi­ri­tual atra­vie­sa cada segun­do del álbum, pero no des­de una reli­gio­si­dad con­ven­cio­nal o dog­má­ti­ca. La rela­ción que Rosalía plan­tea con Dios pare­ce más cer­ca­na al mis­ti­cis­mo que a la orto­do­xia, una bús­que­da per­so­nal de tras­cen­den­cia que tie­ne tan­to de intros­pec­ción como de espec­tácu­lo. Algunos han cri­ti­ca­do que esta espi­ri­tua­li­dad se sien­te manu­fac­tu­ra­da, más per­for­man­ce que expe­rien­cia genui­na, pero otros argu­men­tan que pre­ci­sa­men­te esa tea­tra­li­dad es par­te del con­cep­to: el arte como vía de ele­va­ción, la músi­ca como prác­ti­ca mís­ti­ca.

El cie­rre del dis­co con «Magnolias» es sim­ple­men­te sober­bio. Rosalía ima­gi­na su pro­pio fune­ral, con motos que­man­do rue­da sobre su ataúd y bai­les enci­ma de su cadá­ver, para lue­go can­tar «yo que ven­go de las estre­llas, hoy me con­vier­to en pol­vo para vol­ver con ellas». Es una ima­gen poten­tí­si­ma que resu­me todo el via­je del álbum: de la tie­rra al cie­lo, de lo mate­rial a lo espi­ri­tual, del cuer­po al alma, y final­men­te el retorno cós­mi­co. Con una pro­duc­ción que recuer­da a Florence Welch pero con un poso fla­men­co inde­le­ble, la can­ción logra con­mo­ver de ver­dad, algo que no todas las pis­tas del dis­co con­si­guen a pesar de su evi­den­te cali­dad téc­ni­ca.

¿Es «Lux» un dis­co per­fec­to? Probablemente no. Sus exce­sos a veces can­san, su dura­ción podría haber­se recor­ta­do sin per­der impac­to, y el uso de tan­tos idio­mas pue­de resul­tar más dis­trac­tor que enri­que­ce­dor. Pero es, sin nin­gu­na duda, un dis­co impor­tan­te, una decla­ra­ción artís­ti­ca que rede­fi­ne lo que una estre­lla del pop pue­de per­mi­tir­se hacer en 2025. En un con­tex­to don­de la mayo­ría de artis­tas jue­gan sobre segu­ro, don­de los algo­rit­mos dic­tan las deci­sio­nes crea­ti­vas y don­de el mie­do al fra­ca­so para­li­za la inno­va­ción, Rosalía ha crea­do algo genui­na­men­te audaz y per­so­nal.

Lo que que­da cla­ro des­pués de escu­char «Lux» es que esta­mos ante una artis­ta en cons­tan­te evo­lu­ción, inca­paz de repe­tir­se, obse­sio­na­da con empu­jar sus pro­pios lími­tes. Si «Los Ángeles» fue su car­ta de pre­sen­ta­ción fla­men­ca, «El mal que­rer» su con­sa­gra­ción expe­ri­men­tal, y «Motomami» su con­quis­ta del mains­tream latino, «Lux» es su entra­da en el pan­teón de los gran­des artis­tas pop que tras­cien­den géne­ros y gene­ra­cio­nes. No será un dis­co para escu­char todos los días, ni para poner de fon­do mien­tras haces otras cosas. Pero cuan­do te sien­tes a escu­char­lo con la aten­ción que deman­da, la expe­rien­cia es arre­ba­ta­do­ra, ago­ta­do­ra, pero tam­bién pro­fun­da­men­te enri­que­ce­do­ra. Y al final, ¿no es eso lo que debe­ría ser el arte: algo que te trans­for­ma, aun­que sea lige­ra­men­te, des­pués de expe­ri­men­tar­lo?

La Enterprise nunca fue tan atrevida

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Héroes con ganas de jugar: la tripulación se reinventa

La ter­ce­ra tem­po­ra­da de «Star Trek: Strange New Worlds» comien­za como un torpe­do de foto­nes: la nave sacu­di­da, el des­tino pen­dien­do de un hilo y la sen­sa­ción de que cual­quier cosa pue­de pasar. La Enterprise, que siem­pre fue sím­bo­lo de explo­ra­ción y espe­ran­za, aho­ra es tam­bién una caja de sor­pre­sas para su tri­pu­la­ción. Si creías que cono­cías al capi­tán Pike tras dos tem­po­ra­das, pro­ba­ble­men­te no espe­ra­bas ver­lo lide­ran­do la misión “Hegemonía Parte II” con un plan impro­vi­sa­do y la ayu­da de vie­jos riva­les, lan­zan­do dar­dos iró­ni­cos sobre la diplo­ma­cia mien­tras las alar­mas retum­ban. El pro­pio Spock, habi­tual­men­te imper­tur­ba­ble, se per­mi­te aquí ges­tos huma­nos tan insos­pe­cha­dos como reci­tar ver­sos (“El Blues de las Campanas Nupciales” lo mues­tra más vul­ne­ra­ble y diver­ti­do que nun­ca), mien­tras Ortegas toma el man­do y expe­ri­men­ta con su pro­pio códi­go de honor. La’an y Uhura se con­vier­ten en el motor emo­cio­nal de varios epi­so­dios, reve­lan­do dimen­sio­nes pro­pias y demos­tran­do que un ofi­cial de la Flota es mucho más que el pues­to que ocu­pa. La tem­po­ra­da jue­ga con la idea de que el ver­da­de­ro ries­go no es tan­to lo que espe­ra al otro lado del sen­sor, sino des­pis­tar­se ante la ruti­na y dejar de soñar en voz alta con lo impo­si­ble. El espec­ta­dor vete­rano encuen­tra aquí home­na­jes direc­tos a «La nue­va gene­ra­ción» y la saga his­tó­ri­ca, pero no fal­tan bro­mas inter­nas y pico­teos de sit­com que harían son­reír inclu­so a un tutor vul­cano.

Las esce­nas gru­pa­les hier­ven de ener­gía como nun­ca: hay peleas absur­das, fies­tas irre­pe­ti­bles y has­ta un epi­so­dio don­de la tri­pu­la­ción pare­ce haber­se trans­for­ma­do en vul­ca­nos por cau­sas tan extra­ñas como impro­ba­bles. La nave en sí se trans­for­ma en un per­so­na­je pro­ta­go­nis­ta, alter­nan­do entre el caos del com­ba­te y el humor ines­pe­ra­do de una noche de fies­ta galác­ti­ca. La sen­sa­ción es que nadie –ni guio­nis­tas ni per­so­na­jes– teme equi­vo­car­se, por­que la aven­tu­ra aquí con­sis­te en sal­tar más lejos y con­fiar en que alguien ate­rri­za­rá de pie. Star Trek vuel­ve a sen­tir­se impre­vi­si­ble, pero no capri­cho­sa; cada giro sir­ve para extraer algo genui­na­men­te nue­vo de una plan­ti­lla que, con menos valen­tía, ya sería solo piro­tec­nia espa­cial.

Los guionistas sueltan amarras: homenaje, parodia y riesgo

Es impo­si­ble no notar cómo esta tem­po­ra­da los guio­nis­tas han deci­di­do sol­tar­se el pelo y arries­gar a nive­les insos­pe­cha­dos. El ejem­plo más radi­cal lle­ga con epi­so­dios expe­ri­men­ta­les que cru­zan la come­dia román­ti­ca y el mis­te­rio al esti­lo Agatha Christie, per­mi­tien­do que el tono cam­bie drás­ti­ca­men­te inclu­so den­tro del mis­mo capí­tu­lo. El epi­so­dio “Una hora de aven­tu­ra espa­cial” jue­ga con la meta­na­rra­ti­va, y “Cuatro vul­ca­nos y medio” se atre­ve a explo­rar la iden­ti­dad a tra­vés de un giro casi surrea­lis­ta. El resul­ta­do pue­de des­con­cer­tar a quie­nes bus­can homo­ge­nei­dad, pero es difí­cil no reco­no­cer una apues­ta por res­ca­tar el espí­ri­tu ico­no­clas­ta con el que nació la fran­qui­cia, moder­ni­zan­do los ries­gos y asu­mien­do que hoy, la audien­cia está tan ham­brien­ta de sor­pre­sa como lo esta­ba el públi­co de los años sesen­ta. Hay quien ha cri­ti­ca­do el des­cen­so de la serie­dad res­pec­to a la segun­da tem­po­ra­da o la pro­fun­di­dad del arco con Gorn, pero has­ta las obje­cio­nes más vehe­men­tes reco­no­cen el valor de una pro­pues­ta que evi­ta el pilo­to auto­má­ti­co y pre­fe­ri­ría estre­llar­se antes de abu­rrir.

El home­na­je a la era dora­da de Gene Roddenberry es inne­ga­ble: los auto­con­clu­si­vos coque­tean con el absur­do, el sus­pen­se y la refle­xión filo­só­fi­ca sin remil­gos. Y cuan­do toca zam­bu­llir­se en géne­ros inex­plo­ra­dos –como el caso de “Lanzadera a Kenfori”, don­de el sus­pen­se alie­ní­ge­na se cru­za con una tra­ma de terror bio­ló­gi­co– lo hacen a fon­do, sin com­ple­jos, asu­mien­do que par­te de la diver­sión es pre­ci­sa­men­te salir­se del carril y sor­pren­der­nos. El res­to de la tem­po­ra­da alter­na entre dile­mas éti­cos, pro­ble­mas per­so­na­les y momen­tos para res­pi­rar, sin mie­do a la diso­nan­cia tonal. Hay gui­ños que solo los trek­kies de pura cepa cap­ta­rán, pero la puer­ta está abier­ta para quie­nes se acer­can al uni­ver­so por pri­me­ra vez.

Aventuras sin red: de la nostalgia al descubrimiento

Lo que dis­tin­gue esta tem­po­ra­da es, pre­ci­sa­men­te, la capa­ci­dad para explo­rar moral­men­te la fron­te­ra entre tra­di­ción e inven­ción, sin per­der nun­ca el pul­so emo­cio­nal. El villano prin­ci­pal, los Gorn, sigue pre­sen­te como ame­na­za laten­te, pero la serie uti­li­za sus ata­ques para dis­pa­rar los con­flic­tos inter­nos y los dile­mas de la tri­pu­la­ción. Al mar­gen de la acción, hay espa­cio para la refle­xión sobre el trau­ma, la resi­lien­cia y la cons­truc­ción del futu­ro des­de la diver­si­dad y el res­pe­to a lo des­co­no­ci­do. Spock, enfren­ta­do a su dua­li­dad vulcano-humana, des­ti­la toda la alqui­mia emo­cio­nal de la serie; Pike se ve obli­ga­do a ele­gir entre la segu­ri­dad de la flo­ta y la leal­tad a su círcu­lo cer­cano en momen­tos cla­ve, mien­tras nue­vos per­so­na­jes secun­da­rios apor­tan colo­ri­do y dina­mis­mo a la Enterprise.

Los patos de goma que hablan

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¿Acaso hemos esta­do sub­es­ti­man­do la inte­li­gen­cia de nues­tros que­ri­dos pati­tos de baño ama­ri­llos? No exac­ta­men­te. Pero la cien­cia final­men­te está des­cu­brien­do que aque­llos que colec­cio­na­mos estas ado­ra­bles cria­tu­ras de plás­ti­co está­ba­mos, sin saber­lo, acu­mu­lan­do peque­ños tera­peu­tas cog­ni­ti­vos.

Resulta que la téc­ni­ca del pato de goma, ofi­cial­men­te cono­ci­da como «rub­ber duck debug­ging», tie­ne raí­ces pro­fun­das en la psi­co­lo­gía y está res­pal­da­da por déca­das de inves­ti­ga­ción sobre cómo fun­cio­na nues­tro cere­bro cuan­do ver­ba­li­za­mos pro­ble­mas. Lo que comen­zó como una anéc­do­ta diver­ti­da en «The Pragmatic Programmer» de Andy Hunt y David Thomas en 1999 se ha trans­for­ma­do en una herra­mien­ta reco­no­ci­da por psi­có­lo­gos y edu­ca­do­res de todo el mun­do.

La pre­mi­sa es deli­cio­sa­men­te sim­ple: cuan­do te atas­ques en un pro­ble­ma, explí­ca­se­lo paso a paso a un pato de goma. No impor­ta si es de pro­gra­ma­ción, mate­má­ti­cas, escri­tu­ra o inclu­so deci­sio­nes de vida. El acto de ver­ba­li­zar fuer­za a nues­tro cere­bro a pro­ce­sar la infor­ma­ción de mane­ra dife­ren­te.

Patos de goma y neurociencia

La neurociencia detrás del charloteo

Gary Lupyan, psi­có­lo­go de la Universidad de Wisconsin, ha demos­tra­do que las eti­que­tas ver­ba­les pue­den cam­biar lite­ral­men­te el pro­ce­sa­mien­to per­cep­ti­vo en cur­so. En sus expe­ri­men­tos, des­cu­brió que escu­char real­men­te la pala­bra «silla» en com­pa­ra­ción con sim­ple­men­te pen­sar en una silla pue­de hacer que el sis­te­ma visual sea tem­po­ral­men­te un mejor «detec­tor de sillas». Esta inves­ti­ga­ción reve­la algo fas­ci­nan­te: nues­tro cere­bro no solo pro­ce­sa infor­ma­ción de mane­ra pasi­va, sino que las pala­bras pue­den modi­fi­car acti­va­men­te cómo per­ci­bi­mos y ana­li­za­mos pro­ble­mas.

El efec­to de auto­ex­pli­ca­ción, iden­ti­fi­ca­do por pri­me­ra vez por la psi­có­lo­ga Michelene Chi en los años ochen­ta, es el meca­nis­mo cen­tral detrás del poder de los patos de goma. Chi des­cu­brió que los estu­dian­tes que se expli­ca­ban con­cep­tos a sí mis­mos tenían una com­pren­sión mucho mejor del mate­rial que aque­llos que sim­ple­men­te memo­ri­za­ban datos. Este hallaz­go revo­lu­cio­nó nues­tra com­pren­sión sobre cómo apren­de­mos y resol­ve­mos pro­ble­mas.

Cuando ver­ba­li­za­mos un pro­ble­ma, nues­tro cere­bro se ve obli­ga­do a ralen­ti­zar el pro­ce­so de pen­sa­mien­to. Esto es cru­cial por­que nues­tras men­tes están extra­or­di­na­ria­men­te bien entre­na­das para tomar ata­jos cuan­do pen­sa­mos sobre cosas fami­lia­res. Es una estra­te­gia evo­lu­ti­va exce­len­te para con­ser­var ener­gía, pero terri­ble para iden­ti­fi­car erro­res suti­les en nues­tro razo­na­mien­to. Al hablar en voz alta, des­ac­ti­va­mos estos ata­jos auto­má­ti­cos y acti­va­mos un modo de pen­sa­mien­to más deli­be­ra­do y com­ple­to.

La inves­ti­ga­ción de la Universidad de Granada encon­tró que las per­so­nas que pien­san en voz alta mien­tras resuel­ven pro­ble­mas mate­má­ti­cos pue­den resol­ver­los más rápi­do y tie­nen más posi­bi­li­da­des de encon­trar la solu­ción correc­ta. Los par­ti­ci­pan­tes que deta­lla­ron su pro­ce­so de pen­sa­mien­to en voz alta tuvie­ron más pro­ba­bi­li­da­des de res­pon­der correc­ta­men­te que aque­llos que no habla­ron sobre su plan de reso­lu­ción de pro­ble­mas.

Habla con tus patos de goma para resolver problemas

¿Por qué específicamente un pato?

Aquí es don­de la psi­co­lo­gía se vuel­ve par­ti­cu­lar­men­te intere­san­te. Elliot Varoy, pro­fe­sor de cien­cias de la compu­tación en la Universidad de Sydney, expli­ca que los seres huma­nos pue­den ser pro­ble­má­ti­cos como oyen­tes. Tenemos con­tex­to pre­vio, expe­rien­cias pasa­das y ses­gos inter­nos que pue­den hacer difí­cil que vean don­de te has equi­vo­ca­do. Un humano podría per­der tus erro­res por­que ha asu­mi­do algo sobre tus inten­tos ante­rio­res de resol­ver el pro­ble­ma.

Un pato de goma, sin embar­go, no tie­ne nada de esto. Su cara boni­ta y en blan­co te obli­ga a expli­car las cosas con deta­lles pre­ci­sos. No juz­ga, no tie­ne opi­nio­nes pre­con­ce­bi­das, no se abu­rre y, lo más impor­tan­te, no te inte­rrum­pe con sus pro­pias ideas sobre cómo debe­rías estar resol­vien­do el pro­ble­ma.

La inves­ti­ga­ción sobre diá­lo­go interno tam­bién mues­tra que ayu­da a la moti­va­ción. Un estu­dio de 2011 encon­tró que los juga­do­res de balon­ces­to juga­ron mejor cuan­do iban rela­tan­do sus movi­mien­tos de for­ma ins­truc­ti­va. El acto de ense­ñar, inclu­so a un obje­to inani­ma­do, acti­va dife­ren­tes redes neu­ro­na­les que el sim­ple pen­sa­mien­to silen­cio­so.

Los cien­tí­fi­cos han explo­ra­do inclu­so varia­cio­nes más sofis­ti­ca­das. Algunos inves­ti­ga­do­res han crea­do un pato de goma robó­ti­co que asien­te o ofre­ce bre­ves res­pues­tas neu­tra­les a tus expli­ca­cio­nes. La inter­ac­ti­vi­dad, argu­men­tan los inves­ti­ga­do­res, podría hacer que las per­so­nas se sien­tan más cómo­das hablan­do con un pato. Otros sugie­ren usar chat­bots de IA como ChatGPT, aun­que esto podría intro­du­cir el pro­ble­ma opues­to: dema­sia­da retro­ali­men­ta­ción e inter­ven­ción.

La belle­za del pato tra­di­cio­nal radi­ca en su per­fec­ta neu­tra­li­dad. Como mucho, algu­nos se han inven­ta­do que asien­ten infun­dien­do áni­mo, pero esto en reali­dad no es nece­sa­rio. Lo que nece­si­tas es un recep­tor del men­sa­je com­ple­ta­men­te neu­tro, algo que te per­mi­ta exter­na­li­zar tus pen­sa­mien­tos sin inter­fe­ren­cia.

Muchos estu­dios cien­tí­fi­cos demues­tran que mani­fes­tar en voz alta lo que que­re­mos hacer nos ayu­da a resol­ver pro­ble­mas. Mientras expli­ca­mos un pro­ce­di­mien­to, apren­de­mos más sobre ese pro­ce­di­mien­to. También nos ayu­da a man­te­ner la aten­ción en cada paso y revi­sar posi­bles erro­res. Es el moti­vo por el que, cuan­do somos peque­ños, a menu­do lee­mos en voz alta lo que esta­mos apren­dien­do.

Hablarle a tus patos de goma te ayuda al comunicarte con un "público"

La técnica del pato no se limita a la programación

Aunque el con­cep­to nació en el mun­do del desa­rro­llo de soft­wa­re, sus apli­ca­cio­nes van mucho más allá. Escritores pue­den expli­car sus tra­mas a un pato para detec­tar incon­sis­ten­cias narra­ti­vas. Estudiantes pue­den usar la téc­ni­ca para pre­pa­rar pre­sen­ta­cio­nes o revi­sar para exá­me­nes. Incluso deci­sio­nes de vida com­ple­jas pue­den bene­fi­ciar­se de este enfo­que.

La téc­ni­ca de Feynman, desa­rro­lla­da por el físi­co Premio Nobel Richard Feynman, com­par­te prin­ci­pios simi­la­res. Feynman creía que si no pue­des expli­car algo de mane­ra sim­ple, no lo entien­des real­men­te. Su méto­do impli­ca ense­ñar un con­cep­to como si le estu­vie­ras expli­can­do a un niño de sex­to gra­do, iden­ti­fi­car lagu­nas en tu expli­ca­ción, y lue­go sim­pli­fi­car y orga­ni­zar has­ta que sea cris­ta­lino.

Los inves­ti­ga­do­res han encon­tra­do que el acto de ense­ñar, inclu­so a obje­tos inani­ma­dos, acti­va pro­ce­sos cog­ni­ti­vos pro­fun­dos. Un estu­dio en Applied Cognitive Psychology diri­gi­do por Aloysius Wei Lun Koh encon­tró que los estu­dian­tes que pasan tiem­po ense­ñan­do lo que han apren­di­do mues­tran mejor com­pren­sión y reten­ción del cono­ci­mien­to que los estu­dian­tes que sim­ple­men­te pasan más tiem­po estu­dian­do.

El bene­fi­cio pro­vie­ne del «efec­to de prue­ba»: traer a la men­te lo que hemos estu­dia­do pre­via­men­te con­du­ce a una adqui­si­ción más pro­fun­da y dura­de­ra de esa infor­ma­ción que más tiem­po pasa­do rees­tu­diar pasi­va­men­te. Cuando ense­ñas algo, te ves obli­ga­do a recu­pe­rar infor­ma­ción, orga­ni­zar­la de mane­ra cohe­ren­te y pre­sen­tar­la de for­ma que ten­ga sen­ti­do.

Varios patos de goma de la colección

Los patos como maestros de vida

En nues­tra era de dis­trac­cio­nes cons­tan­tes y sobre­car­gas de infor­ma­ción, los patos de goma ofre­cen algo pre­cio­so: la opor­tu­ni­dad de ralen­ti­zar y pen­sar de mane­ra deli­be­ra­da. No nece­si­tan wifi, no te bom­bar­dean con noti­fi­ca­cio­nes, y nun­ca tie­nen mal día. Son com­pa­ñe­ros de reso­lu­ción de pro­ble­mas per­fec­ta­men­te con­fia­bles.

La inves­ti­ga­ción sugie­re que inclu­so niños de cua­tro años pue­den bene­fi­ciar­se de téc­ni­cas de ensa­yo ver­bal. Un estu­dio encon­tró que los niños que uti­li­za­ron ensa­yo acu­mu­la­ti­vo mos­tra­ron mejor ren­di­mien­to en memo­ria de tra­ba­jo, par­ti­cu­lar­men­te para infor­ma­ción de orden serial. Esto sugie­re que los bene­fi­cios de ver­ba­li­zar pro­ble­mas se extien­den a tra­vés de todas las eda­des.

La téc­ni­ca fun­cio­na por­que cam­bia fun­da­men­tal­men­te nues­tra rela­ción con los pro­ble­mas. En lugar de man­te­ner todo en nues­tra cabe­za, don­de los pen­sa­mien­tos pue­den vol­ver­se con­fu­sos y cir­cu­la­res, los exter­na­li­za­mos. Esta exter­na­li­za­ción nos per­mi­te exa­mi­nar nues­tro razo­na­mien­to como si fue­ra de otra per­so­na, con la obje­ti­vi­dad que eso con­lle­va.

Los desa­rro­lla­do­res han repor­ta­do resol­ver pro­ble­mas que los habían con­fun­di­do duran­te horas, sim­ple­men­te por el acto de expli­car su códi­go línea por línea a su pato. La magia no está en el pato, sino en el pro­ce­so de for­zar a nues­tro cere­bro a salir del modo auto­má­ti­co y entrar en modo ana­lí­ti­co deli­be­ra­do.

Para aque­llos preo­cu­pa­dos por pare­cer extra­ños hablan­do con jugue­tes, la inves­ti­ga­ción ofre­ce con­sue­lo. Hablar con­ti­go mis­mo, resul­ta, es una «tec­no­lo­gía para pen­sar». Lejos de ser un signo de excen­tri­ci­dad, es una herra­mien­ta cog­ni­ti­va pode­ro­sa que debe­ría ser abraa­za­da, no escon­di­da.

Los patos de goma repre­sen­tan algo más pro­fun­do que una téc­ni­ca quirky de reso­lu­ción de pro­ble­mas. Simbolizan un enfo­que más refle­xi­vo y deli­be­ra­do hacia los desa­fíos que enfren­ta­mos. En un mun­do que valo­ra la velo­ci­dad sobre la refle­xión, nos recuer­dan que a veces la solu­ción más ele­gan­te es sim­ple­men­te ralen­ti­zar, expli­car el pro­ble­ma cla­ra­men­te, y escu­char real­men­te lo que esta­mos dicien­do.

La pró­xi­ma vez que te encuen­tres atas­ca­do en un pro­ble­ma, con­si­de­ra bus­car tu pato de goma más cer­cano. Puede que no ten­ga un títu­lo en psi­co­lo­gía, pero déca­das de inves­ti­ga­ción sugie­ren que podría ser exac­ta­men­te el tera­peu­ta que nece­si­tas. Y si no tie­nes uno, cual­quier obje­to fun­cio­na­rá: una taza, una plan­ta, inclu­so una foto. Lo impor­tan­te no es el obje­to, sino el pro­ce­so de exter­na­li­zar y ver­ba­li­zar tus pen­sa­mien­tos de mane­ra sis­te­má­ti­ca.

Al final, la téc­ni­ca del pato de goma nos ense­ña algo her­mo­so sobre el apren­di­za­je y la reso­lu­ción de pro­ble­mas: a veces la mejor mane­ra de encon­trar res­pues­tas es sim­ple­men­te hacer las pre­gun­tas correc­tas, en voz alta, a alguien que defi­ni­ti­va­men­te te va a escu­char sin juz­gar.

Referencias

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  • Hunt, A., & Thomas, D. (1999). The Pragmatic Programmer: From Journeyman to Master. Addison-Wesley. Libro semi­nal de pro­gra­ma­ción que popu­la­ri­zó la téc­ni­ca del pato de goma, esta­ble­cien­do las bases teó­ri­cas para usar obje­tos inani­ma­dos como herra­mien­tas de reso­lu­ción de pro­ble­mas.
  • Lupyan, G., & Swingley, D. (2012). Self-directed speech affects visual search per­for­man­ce. Quarterly Journal of Experimental Psychology, 65(6), 1068–1085. Investigación pio­ne­ra que demos­tró cómo las eti­que­tas ver­ba­les pue­den modi­fi­car el pro­ce­sa­mien­to per­cep­ti­vo y mejo­rar el ren­di­mien­to en tareas cog­ni­ti­vas.
  • Fiorella, L., & Mayer, R. E. (2013). The rela­ti­ve bene­fits of lear­ning by tea­ching and tea­ching expec­tancy. Contemporary Educational Psychology, 38(4), 281–288. Estudio com­pa­ra­ti­vo que explo­ró los bene­fi­cios cog­ni­ti­vos de ense­ñar a otros ver­sus apren­der para uno mis­mo, esta­ble­cien­do evi­den­cia empí­ri­ca del poder del ense­ñar.
  • Duran, D. (2016). Learning-by-teaching. Evidence and impli­ca­tions as a peda­go­gi­cal mecha­nism. Innovations in Education and Teaching International, 54(5), 476–484. Revisión com­prehen­si­va de la lite­ra­tu­ra sobre apren­der ense­ñan­do que pro­por­cio­na un mar­co expli­ca­ti­vo para enten­der por qué ense­ñar mejo­ra el apren­di­za­je del pro­fe­sor.