La Enterprise nunca fue tan atrevida

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Héroes con ganas de jugar: la tripulación se reinventa

La ter­ce­ra tem­po­ra­da de «Star Trek: Strange New Worlds» comien­za como un torpe­do de foto­nes: la nave sacu­di­da, el des­tino pen­dien­do de un hilo y la sen­sa­ción de que cual­quier cosa pue­de pasar. La Enterprise, que siem­pre fue sím­bo­lo de explo­ra­ción y espe­ran­za, aho­ra es tam­bién una caja de sor­pre­sas para su tri­pu­la­ción. Si creías que cono­cías al capi­tán Pike tras dos tem­po­ra­das, pro­ba­ble­men­te no espe­ra­bas ver­lo lide­ran­do la misión “Hegemonía Parte II” con un plan impro­vi­sa­do y la ayu­da de vie­jos riva­les, lan­zan­do dar­dos iró­ni­cos sobre la diplo­ma­cia mien­tras las alar­mas retum­ban. El pro­pio Spock, habi­tual­men­te imper­tur­ba­ble, se per­mi­te aquí ges­tos huma­nos tan insos­pe­cha­dos como reci­tar ver­sos (“El Blues de las Campanas Nupciales” lo mues­tra más vul­ne­ra­ble y diver­ti­do que nun­ca), mien­tras Ortegas toma el man­do y expe­ri­men­ta con su pro­pio códi­go de honor. La’an y Uhura se con­vier­ten en el motor emo­cio­nal de varios epi­so­dios, reve­lan­do dimen­sio­nes pro­pias y demos­tran­do que un ofi­cial de la Flota es mucho más que el pues­to que ocu­pa. La tem­po­ra­da jue­ga con la idea de que el ver­da­de­ro ries­go no es tan­to lo que espe­ra al otro lado del sen­sor, sino des­pis­tar­se ante la ruti­na y dejar de soñar en voz alta con lo impo­si­ble. El espec­ta­dor vete­rano encuen­tra aquí home­na­jes direc­tos a «La nue­va gene­ra­ción» y la saga his­tó­ri­ca, pero no fal­tan bro­mas inter­nas y pico­teos de sit­com que harían son­reír inclu­so a un tutor vul­cano.

Las esce­nas gru­pa­les hier­ven de ener­gía como nun­ca: hay peleas absur­das, fies­tas irre­pe­ti­bles y has­ta un epi­so­dio don­de la tri­pu­la­ción pare­ce haber­se trans­for­ma­do en vul­ca­nos por cau­sas tan extra­ñas como impro­ba­bles. La nave en sí se trans­for­ma en un per­so­na­je pro­ta­go­nis­ta, alter­nan­do entre el caos del com­ba­te y el humor ines­pe­ra­do de una noche de fies­ta galác­ti­ca. La sen­sa­ción es que nadie –ni guio­nis­tas ni per­so­na­jes– teme equi­vo­car­se, por­que la aven­tu­ra aquí con­sis­te en sal­tar más lejos y con­fiar en que alguien ate­rri­za­rá de pie. Star Trek vuel­ve a sen­tir­se impre­vi­si­ble, pero no capri­cho­sa; cada giro sir­ve para extraer algo genui­na­men­te nue­vo de una plan­ti­lla que, con menos valen­tía, ya sería solo piro­tec­nia espa­cial.

Los guionistas sueltan amarras: homenaje, parodia y riesgo

Es impo­si­ble no notar cómo esta tem­po­ra­da los guio­nis­tas han deci­di­do sol­tar­se el pelo y arries­gar a nive­les insos­pe­cha­dos. El ejem­plo más radi­cal lle­ga con epi­so­dios expe­ri­men­ta­les que cru­zan la come­dia román­ti­ca y el mis­te­rio al esti­lo Agatha Christie, per­mi­tien­do que el tono cam­bie drás­ti­ca­men­te inclu­so den­tro del mis­mo capí­tu­lo. El epi­so­dio “Una hora de aven­tu­ra espa­cial” jue­ga con la meta­na­rra­ti­va, y “Cuatro vul­ca­nos y medio” se atre­ve a explo­rar la iden­ti­dad a tra­vés de un giro casi surrea­lis­ta. El resul­ta­do pue­de des­con­cer­tar a quie­nes bus­can homo­ge­nei­dad, pero es difí­cil no reco­no­cer una apues­ta por res­ca­tar el espí­ri­tu ico­no­clas­ta con el que nació la fran­qui­cia, moder­ni­zan­do los ries­gos y asu­mien­do que hoy, la audien­cia está tan ham­brien­ta de sor­pre­sa como lo esta­ba el públi­co de los años sesen­ta. Hay quien ha cri­ti­ca­do el des­cen­so de la serie­dad res­pec­to a la segun­da tem­po­ra­da o la pro­fun­di­dad del arco con Gorn, pero has­ta las obje­cio­nes más vehe­men­tes reco­no­cen el valor de una pro­pues­ta que evi­ta el pilo­to auto­má­ti­co y pre­fe­ri­ría estre­llar­se antes de abu­rrir.

El home­na­je a la era dora­da de Gene Roddenberry es inne­ga­ble: los auto­con­clu­si­vos coque­tean con el absur­do, el sus­pen­se y la refle­xión filo­só­fi­ca sin remil­gos. Y cuan­do toca zam­bu­llir­se en géne­ros inex­plo­ra­dos –como el caso de “Lanzadera a Kenfori”, don­de el sus­pen­se alie­ní­ge­na se cru­za con una tra­ma de terror bio­ló­gi­co– lo hacen a fon­do, sin com­ple­jos, asu­mien­do que par­te de la diver­sión es pre­ci­sa­men­te salir­se del carril y sor­pren­der­nos. El res­to de la tem­po­ra­da alter­na entre dile­mas éti­cos, pro­ble­mas per­so­na­les y momen­tos para res­pi­rar, sin mie­do a la diso­nan­cia tonal. Hay gui­ños que solo los trek­kies de pura cepa cap­ta­rán, pero la puer­ta está abier­ta para quie­nes se acer­can al uni­ver­so por pri­me­ra vez.

Aventuras sin red: de la nostalgia al descubrimiento

Lo que dis­tin­gue esta tem­po­ra­da es, pre­ci­sa­men­te, la capa­ci­dad para explo­rar moral­men­te la fron­te­ra entre tra­di­ción e inven­ción, sin per­der nun­ca el pul­so emo­cio­nal. El villano prin­ci­pal, los Gorn, sigue pre­sen­te como ame­na­za laten­te, pero la serie uti­li­za sus ata­ques para dis­pa­rar los con­flic­tos inter­nos y los dile­mas de la tri­pu­la­ción. Al mar­gen de la acción, hay espa­cio para la refle­xión sobre el trau­ma, la resi­lien­cia y la cons­truc­ción del futu­ro des­de la diver­si­dad y el res­pe­to a lo des­co­no­ci­do. Spock, enfren­ta­do a su dua­li­dad vulcano-humana, des­ti­la toda la alqui­mia emo­cio­nal de la serie; Pike se ve obli­ga­do a ele­gir entre la segu­ri­dad de la flo­ta y la leal­tad a su círcu­lo cer­cano en momen­tos cla­ve, mien­tras nue­vos per­so­na­jes secun­da­rios apor­tan colo­ri­do y dina­mis­mo a la Enterprise.