«Un DeLorean que nunca envejece»

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El viaje imposible que cambió el cine

No es una fan­ta­sía: han pasa­do cua­ren­ta años des­de que «Regreso al futu­ro» irrum­pió en los cines y se metió de lleno en las neu­ro­nas colec­ti­vas de gene­ra­cio­nes ente­ras. Marty McFly y el Dr. Emmet Brown siguen sien­do tan reco­no­ci­bles como el DeLorean con puer­tas de ala de gavio­ta y su legen­da­rio con­den­sa­dor de flu­jo. El tiem­po corre, pero la pelí­cu­la per­ma­ne­ce: pocos títu­los de cien­cia fic­ción, come­dia y aven­tu­ras logran que padres e hijos se sien­ten jun­tos fren­te a la pan­ta­lla y dis­fru­ten como si fue­ra 1985.

El estreno en España, un diciem­bre tem­pla­do con aro­ma a palo­mi­tas y fle­qui­llos ochen­te­ros, fue una fies­ta. Pero detrás del éxi­to se escon­dían deci­sio­nes deci­si­vas y giros de guion que, de haber sali­do de otro modo, habrían cam­bia­do la his­to­ria para siem­pre. Universal lle­gó a plan­tear que su títu­lo fue­ra «Spaceman from Pluto», Marty pudo haber teni­do la cara de Ralph Macchio o Eric Stoltz, e inclu­so el fiel Einstein, el perro de Doc, estu­vo a pun­to de ser reem­pla­za­do por un chim­pan­cé. Nadie anti­ci­pó que Michael J. Fox ten­dría que rodar de noche tras su jor­na­da como Alex P. Keaton en «Enredos de fami­lia». Cosas del des­tino y de un Hollywood que nun­ca deja de ser impre­de­ci­ble.

La saga no sólo sobre­vi­vió los recha­zos ini­cia­les: se con­vir­tió, gra­cias a la visión de Robert Zemeckis y Bob Gale, y al impul­so pro­di­gio­so de Steven Spielberg, en la más taqui­lle­ra de 1985, superó a «Rambo» y se trans­for­mó en la pelí­cu­la de cul­to que aho­ra regre­sa a salas con moti­vo de su 40º ani­ver­sa­rio. Hay algo en esa mez­cla de humor, adre­na­li­na, nos­tal­gia y efec­to mari­po­sa que hace que cada gene­ra­ción encuen­tre en Marty y Doc lo que bus­ca: cora­je, inge­nio y cier­ta rebel­día que nun­ca pasa de moda.

Michael J. Fox tocando Johnny B. Good en Regreso al Futuro

Protagonistas en el tiempo y curiosidades del rodaje

El elen­co ori­gi­nal pare­ce escul­pi­do en un labo­ra­to­rio del cine: Michael J. Fox, Christopher Lloyd, Lea Thompson, Thomas F. Wilson y Crispin Glover. Pero el pro­ce­so para lle­gar a esa com­bi­na­ción estu­vo lejos de ser sen­ci­llo. Fox fue la ter­ce­ra opción y, de hecho, Eric Stoltz rodó cin­co sema­nas antes de que Spielberg y Zemeckis deci­die­ran que el tono no enca­ja­ba. Entre mara­to­nes de gra­ba­ción y noches en vela, Fox se dejó con­ta­giar por la vul­ne­ra­bi­li­dad de Marty, mien­tras Lloyd dudó tan­to del papel que ter­mi­nó arro­jan­do el guion a la pape­le­ra antes de recon­si­de­rar­lo.

Crispin Glover y Lea Thompson tuvie­ron que enve­je­cer en pan­ta­lla trein­ta años –trans­for­ma­dos por el maqui­lla­je más arte­sa­nal que digi­tal– y, según las fotos com­pa­ra­ti­vas, sal­tar del pasa­do al futu­ro no fue tan drás­ti­co. Biff Tannen, el villano inter­pre­ta­do por Thomas F. Wilson, encar­na el arque­ti­po del bra­vu­cón atem­po­ral adap­ta­do a cual­quier épo­ca, inclu­so a la que nos toca vivir hoy día.

Michael J. Fox en el patinete volador de Regreso al Futuro

El roda­je fue una gymkha­na de anéc­do­tas y peli­gros: los dobles de Michael J. Fox se juga­ron el tipo en las per­sia­nas y pati­ne­tes, los efec­tos prác­ti­cos era todo lo que había y las explo­sio­nes, como recuer­da Charlie Croughwell, no admi­tían erro­res. Hay his­to­rias de hue­sos rotos y secuen­cias que se repi­tie­ron tres o cua­tro veces antes de dar en la tecla del caos hila­ran­te que defi­ne a la saga.

Un dato ines­pe­ra­do: la máqui­na del tiem­po no iba a ser un DeLorean al prin­ci­pio, sino un dis­po­si­ti­vo que recor­da­ba a una cáp­su­la láser conec­ta­da a un fri­go­rí­fi­co. Finalmente, el coche icó­ni­co ganó por golea­da, aun­que el desa­rro­llo de la his­to­ria lle­vó a uti­li­zar sie­te DeLoreans dis­tin­tos, uno de ellos hecho de fibra de vidrio para per­mi­tir el roda­je de cier­tas esce­nas. Ese dise­ño incon­fun­di­ble aca­bó rede­fi­nien­do los via­jes tem­po­ra­les en la gran pan­ta­lla.

La músi­ca tam­po­co fue casua­li­dad; Huey Lewis and the News y Alan Silvestri fir­ma­ron pie­zas capa­ces de dis­pa­rar la nos­tal­gia de cual­quie­ra. Durante la gra­ba­ción de la ya míti­ca «Johnny B. Goode», la mano heri­da de Marvin Berry –inter­pre­ta­do por Harry Waters Jr.– per­mi­tió a Marty McFly subir­se al esce­na­rio y cam­biar la his­to­ria del rock con un solo de gui­ta­rra que se repi­te en cada mara­tón de ‘Regreso al futu­ro’.

Los intrepretes de Regreso al Futuro en una convención

Cómo ha envejecido: el futuro es presente

Volver a ver «Regreso al futu­ro» en 2025 es como encen­der una máqui­na del tiem­po en la sala de estar. La cin­ta enve­je­ce dife­ren­te a otras, como expli­ca Michael J. Fox en su libro de memo­rias y en recien­tes entre­vis­tas. El fil­me tras­cien­de los efec­tos espe­cia­les y apues­ta todo a la quí­mi­ca de los per­so­na­jes y a diá­lo­gos capa­ces de cap­tar el mie­do al cam­bio y la espe­ran­za en arre­glar lo que está roto. El guion desa­fía el paso del tiem­po por­que las emo­cio­nes huma­nas son inva­ria­bles: la rela­ción de Marty con Doc, la lucha con­tra los abu­so­nes y la nece­si­dad de atre­ver­se a alte­rar tu des­tino siguen tan fres­cas como las zapa­ti­llas Nike con cor­do­nes auto­má­ti­cos o el mono­pa­tín vola­dor.

La dis­tor­sión entre el 1985 fic­ti­cio y el hoy es, curio­sa­men­te, aún mayor que el sal­to que la pelí­cu­la pro­po­nía hacia 1955. Ahora, la dis­tan­cia se per­ci­be como par­te del encan­to, y la tec­no­lo­gía –que ya no sor­pren­de a nadie– se con­vier­te en ambien­ta­ción retro, casi poé­ti­ca. El rees­treno en cines y el des­em­bar­co de la his­to­ria en musi­ca­les, pla­ta­for­mas y mer­chan­di­sing demues­tra que «Regreso al futu­ro» se man­tie­ne viva. No depen­de del CGI ni de tru­cos visua­les, sino de un guion per­fec­to, una direc­ción enér­gi­ca y per­so­na­jes que nun­ca pasan de moda.

La saga se nie­ga a con­ver­tir­se en reli­quia. Fans de todas eda­des recon­fi­gu­ran el mito año tras año: des­de el dise­ño de un DeLorean vola­dor a tama­ño real en 2025, pasan­do por la répli­ca de la gui­ta­rra de Marty que Michael J. Fox ha luci­do en la cele­bra­ción del ani­ver­sa­rio, has­ta los nue­vos musi­ca­les don­de los acto­res doblan pape­les y la audien­cia can­ta «Earth Angel» como si aca­ba­ra de des­cu­brir el rock and roll. Donde quie­ra que hay una pan­ta­lla o un esce­na­rio, el futu­ro está espe­ran­do a ser rein­ven­ta­do. Cuestión de esen­cia, cues­tión de magia.

La Enterprise nunca fue tan atrevida

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Héroes con ganas de jugar: la tripulación se reinventa

La ter­ce­ra tem­po­ra­da de «Star Trek: Strange New Worlds» comien­za como un torpe­do de foto­nes: la nave sacu­di­da, el des­tino pen­dien­do de un hilo y la sen­sa­ción de que cual­quier cosa pue­de pasar. La Enterprise, que siem­pre fue sím­bo­lo de explo­ra­ción y espe­ran­za, aho­ra es tam­bién una caja de sor­pre­sas para su tri­pu­la­ción. Si creías que cono­cías al capi­tán Pike tras dos tem­po­ra­das, pro­ba­ble­men­te no espe­ra­bas ver­lo lide­ran­do la misión “Hegemonía Parte II” con un plan impro­vi­sa­do y la ayu­da de vie­jos riva­les, lan­zan­do dar­dos iró­ni­cos sobre la diplo­ma­cia mien­tras las alar­mas retum­ban. El pro­pio Spock, habi­tual­men­te imper­tur­ba­ble, se per­mi­te aquí ges­tos huma­nos tan insos­pe­cha­dos como reci­tar ver­sos (“El Blues de las Campanas Nupciales” lo mues­tra más vul­ne­ra­ble y diver­ti­do que nun­ca), mien­tras Ortegas toma el man­do y expe­ri­men­ta con su pro­pio códi­go de honor. La’an y Uhura se con­vier­ten en el motor emo­cio­nal de varios epi­so­dios, reve­lan­do dimen­sio­nes pro­pias y demos­tran­do que un ofi­cial de la Flota es mucho más que el pues­to que ocu­pa. La tem­po­ra­da jue­ga con la idea de que el ver­da­de­ro ries­go no es tan­to lo que espe­ra al otro lado del sen­sor, sino des­pis­tar­se ante la ruti­na y dejar de soñar en voz alta con lo impo­si­ble. El espec­ta­dor vete­rano encuen­tra aquí home­na­jes direc­tos a «La nue­va gene­ra­ción» y la saga his­tó­ri­ca, pero no fal­tan bro­mas inter­nas y pico­teos de sit­com que harían son­reír inclu­so a un tutor vul­cano.

Las esce­nas gru­pa­les hier­ven de ener­gía como nun­ca: hay peleas absur­das, fies­tas irre­pe­ti­bles y has­ta un epi­so­dio don­de la tri­pu­la­ción pare­ce haber­se trans­for­ma­do en vul­ca­nos por cau­sas tan extra­ñas como impro­ba­bles. La nave en sí se trans­for­ma en un per­so­na­je pro­ta­go­nis­ta, alter­nan­do entre el caos del com­ba­te y el humor ines­pe­ra­do de una noche de fies­ta galác­ti­ca. La sen­sa­ción es que nadie –ni guio­nis­tas ni per­so­na­jes– teme equi­vo­car­se, por­que la aven­tu­ra aquí con­sis­te en sal­tar más lejos y con­fiar en que alguien ate­rri­za­rá de pie. Star Trek vuel­ve a sen­tir­se impre­vi­si­ble, pero no capri­cho­sa; cada giro sir­ve para extraer algo genui­na­men­te nue­vo de una plan­ti­lla que, con menos valen­tía, ya sería solo piro­tec­nia espa­cial.

Los guionistas sueltan amarras: homenaje, parodia y riesgo

Es impo­si­ble no notar cómo esta tem­po­ra­da los guio­nis­tas han deci­di­do sol­tar­se el pelo y arries­gar a nive­les insos­pe­cha­dos. El ejem­plo más radi­cal lle­ga con epi­so­dios expe­ri­men­ta­les que cru­zan la come­dia román­ti­ca y el mis­te­rio al esti­lo Agatha Christie, per­mi­tien­do que el tono cam­bie drás­ti­ca­men­te inclu­so den­tro del mis­mo capí­tu­lo. El epi­so­dio “Una hora de aven­tu­ra espa­cial” jue­ga con la meta­na­rra­ti­va, y “Cuatro vul­ca­nos y medio” se atre­ve a explo­rar la iden­ti­dad a tra­vés de un giro casi surrea­lis­ta. El resul­ta­do pue­de des­con­cer­tar a quie­nes bus­can homo­ge­nei­dad, pero es difí­cil no reco­no­cer una apues­ta por res­ca­tar el espí­ri­tu ico­no­clas­ta con el que nació la fran­qui­cia, moder­ni­zan­do los ries­gos y asu­mien­do que hoy, la audien­cia está tan ham­brien­ta de sor­pre­sa como lo esta­ba el públi­co de los años sesen­ta. Hay quien ha cri­ti­ca­do el des­cen­so de la serie­dad res­pec­to a la segun­da tem­po­ra­da o la pro­fun­di­dad del arco con Gorn, pero has­ta las obje­cio­nes más vehe­men­tes reco­no­cen el valor de una pro­pues­ta que evi­ta el pilo­to auto­má­ti­co y pre­fe­ri­ría estre­llar­se antes de abu­rrir.

El home­na­je a la era dora­da de Gene Roddenberry es inne­ga­ble: los auto­con­clu­si­vos coque­tean con el absur­do, el sus­pen­se y la refle­xión filo­só­fi­ca sin remil­gos. Y cuan­do toca zam­bu­llir­se en géne­ros inex­plo­ra­dos –como el caso de “Lanzadera a Kenfori”, don­de el sus­pen­se alie­ní­ge­na se cru­za con una tra­ma de terror bio­ló­gi­co– lo hacen a fon­do, sin com­ple­jos, asu­mien­do que par­te de la diver­sión es pre­ci­sa­men­te salir­se del carril y sor­pren­der­nos. El res­to de la tem­po­ra­da alter­na entre dile­mas éti­cos, pro­ble­mas per­so­na­les y momen­tos para res­pi­rar, sin mie­do a la diso­nan­cia tonal. Hay gui­ños que solo los trek­kies de pura cepa cap­ta­rán, pero la puer­ta está abier­ta para quie­nes se acer­can al uni­ver­so por pri­me­ra vez.

Aventuras sin red: de la nostalgia al descubrimiento

Lo que dis­tin­gue esta tem­po­ra­da es, pre­ci­sa­men­te, la capa­ci­dad para explo­rar moral­men­te la fron­te­ra entre tra­di­ción e inven­ción, sin per­der nun­ca el pul­so emo­cio­nal. El villano prin­ci­pal, los Gorn, sigue pre­sen­te como ame­na­za laten­te, pero la serie uti­li­za sus ata­ques para dis­pa­rar los con­flic­tos inter­nos y los dile­mas de la tri­pu­la­ción. Al mar­gen de la acción, hay espa­cio para la refle­xión sobre el trau­ma, la resi­lien­cia y la cons­truc­ción del futu­ro des­de la diver­si­dad y el res­pe­to a lo des­co­no­ci­do. Spock, enfren­ta­do a su dua­li­dad vulcano-humana, des­ti­la toda la alqui­mia emo­cio­nal de la serie; Pike se ve obli­ga­do a ele­gir entre la segu­ri­dad de la flo­ta y la leal­tad a su círcu­lo cer­cano en momen­tos cla­ve, mien­tras nue­vos per­so­na­jes secun­da­rios apor­tan colo­ri­do y dina­mis­mo a la Enterprise.