La Navidad aterriza en 2025 con más fuerza aún. Los anuncios de colonias se adueñan de la televisión y el paseo por cualquier centro comercial se convierte en una maratón de aromas y luces. Entre el clásico jaleo de compras, la industria del perfume se reinventa y lanza estuches irresistibles, ediciones limitadas y campañas visuales que hipnotizan tanto como un árbol de Navidad ante la ventana. Loewe, Valentino y muchos más buscan el estrellato, sabiendo que un buen perfume es la llave para revivir recuerdos festivos en un solo soplo.
¿Quién se resiste a unos calcetines con renos o a ese jersey imposible reservado para las cenas en familia? Esta vuelta a la nostalgia descarada, decorada con memes y situaciones virales, reinventa tradiciones. El fondo de armario navideño nunca estuvo tan vivo ni las reuniones tan impregnadas de historia compartida y nuevos ritos.
Michelle Pfeiffer lidera la magia navideña
Este año, el gran evento audiovisual viene con la sonrisa pícara de Michelle Pfeiffer, protagonista total de «¡Vaya Navidad!» (título original «Oh. What. Fun.»). Prime Video la estrenará el 3 de diciembre, y la historia roza lo hilarante: Claire Clauster se hastía del peso de ser la «mamá navideña perfecta» y planta a su familia, obligando a todos a descubrir —o perder— el sentido real de las fiestas. Pfeiffer despliega carisma en una comedia que mezcla ironía y ternura, firmada por Chandler Baker y dirigida por Michael Showalter. El casting (Felicity Jones, Chloë Grace Moretz, Denis Leary…) refuerza el contraste entre caos festivo y redescubrimiento familiar. La misión: sobrevivir al diciembre más honesto de la televisión.
Villancicos a ritmo de pop y Kylie Minogue
La banda sonora navideña de 2025 tiene nombre propio. Kylie Minogue vuelve diez años después de su mítico álbum navideño con una reedición: «Kylie Christmas (Fully Wrapped)». El 5 de diciembre aterrizan cuatro temas nuevos («Hot In December», «This Time Of Year», «Office Party» y «XMAS») y la recopilación de todos sus clásicos (“Santa Baby”, “It’s The Most Wonderful Time of the Year”, “100 Degrees”, “At Christmas”) en formatos para todos los gustos. Las playlists se rinden ante Kylie, justo cuando lo que apetece es dejarse llevar y bailar entre envoltorios y brindis. Siendo sinceros, ¿qué sería de la Navidad sin una melodía pegadiza y un estribillo que nos conecte con el niño (o la estrella pop) que llevamos dentro?.
En la noche del 5 de noviembre, el Parlamento británico explota y la ciudad se tiñe con el brillo de los fuegos artificiales mientras miles de ciudadanos enmascarados ignoran la ley y desafían al miedo. La película «V de Vendetta» despliega desde ese primer instante una atmósfera tan opresiva como hipnótica, en la que cada rincón es sombra y cada gesto parece esconder algún tipo de rebelión. La máscara de Guy Fawkes, convertida en icono mundial de la resistencia, nos invita a mirar más allá del mero espectáculo y preguntarnos qué significa enfrentar la injusticia.
James McTeigue dirige una obra cargada de tensión, donde los silencios pesan y los diálogos desafían. El ritmo es trepidante, la fotografía oscura y elegante, la música clásica y las explosiones parecen coreografiadas con precisión matemática. ¿Estamos ante un héroe, un antihéroe, o una alegoría filosófica? V, ese personaje que parece mitad monje, mitad soldado, irrumpe en pantalla para ejecutar la venganza personal, sí, pero también para poner en jaque a todo un sistema corrupto e inhumano.
El filme se establece en una Inglaterra futura dominada por un régimen fascista y totalitario, donde el poder se sostiene en la manipulación, el miedo y el control absoluto de los cuerpos y espíritus. Evey Hammond, interpretada por Natalie Portman, representa la inocencia arrojada al caos, pero también la capacidad humana de transformación a partir del sufrimiento. A través de ella, el espectador se asoma al abismo que implica elegir entre el sometimiento y la verdadera libertad. La explosión del Parlamento y el teatro de máscaras en las calles no solo remiten a la acción y el simbolismo: funcionan como espejo de los miedos y deseos contemporáneos.
La sensación de vértigo y rebelión se potencia con una narrativa sin concesiones, donde el Estado aparece como tumor social y el proceso democrático queda relegado frente a la ética del acto revolucionario. El bien no se encuentra aquí en el mecanismo institucional, sino en la renuncia al miedo y la mentira, en el desafío absoluto a las normas injustas. La película denuncia la manipulación y la utilización del terror como herramienta política, una cuestión que sigue vigente en debates actuales sobre poder y ciudadanía.
Filosofía, anarquía y la ética del acto
El diálogo filosófico atraviesa la película de principio a fin. La lucha se da entre dos fuerzas irreconciliables: el fascismo y la anarquía. V encarna la rebelión radical, pero también la pregunta: ¿hay legitimidad en la destrucción para sembrar una sociedad renovada? El personaje no busca únicamente el caos, sino la apertura de una grieta desde la que pueda surgir una resistencia activa, una colectividad capaz de repensar su futuro sin el yugo del miedo.
La ética aparece, a veces, como una amenaza. Los métodos de V se confunden con el terrorismo, pero la obra invita a pensar en qué momento la violencia deja de ser mero instrumento de venganza y se convierte en detonante social. La máscara, que oculta la identidad individual, termina por convertirse en símbolo universal del derecho a resistir; un fenómeno que se multiplica en las manifestaciones globales del siglo XXI.
Los monólogos de V, su ironía y su cultura clásica contrastan con un mundo vacío de ideales. Bajo la máscara, no hay carne ni hueso sino principios: una advertencia sobre el peligro de renunciar a ellos. Cuando V, herido y exhausto, pronuncia la frase “bajo esta máscara hay unos ideales, señor Creedy. Los ideales son a prueba de balas”, el espectador siente ese temblor que solo logran los grandes relatos. La historia de «V de Vendetta» podría haber sido un simple alegato de acción y espectáculo, pero termina por ser una reflexión brutal sobre la necesidad de pensar, de arriesgarse, de confrontar al monstruo cuando nadie más lo hace.
La sociedad descrita por Alan Moore en la novela gráfica original y por Larry y Lana Wachowski en el guion de la película, aboga por el despertar político y la capacidad de los individuos para desafiar lo establecido. El mensaje trasciende el relato y cada 5 de noviembre se reactualiza como himno de rebeldía, desde la crisis financiera global hasta los movimientos de protesta más recientes.
Revolución y legado: ¿mito o realidad?
¿Es posible la revolución? El cierre de la película no es más que una pregunta lanzada al vacío: ¿somos espectadores o actores del cambio? Cuando Evey activa el mecanismo para volar el Parlamento y los ciudadanos desafían la autoridad, surge la tensión esencial entre transformación social y pérdida de la identidad personal. El culto a la personalidad de V se presenta como tenebroso, pero también como reflexión sobre la necesidad de encontrar un nuevo símbolo tras la caída del sistema.
El verdadero dilema reside en no confundir el icono con la idea. V no exige seguidores, sino conciencia crítica. Evey no copia a V, es el siguiente paso, la que imagina un futuro más allá del caos. El fenómeno de las máscaras y la universalización del personaje evidencia una paradoja contemporánea: el símbolo puede ser apropiado tanto por la rebeldía como por narrativas reaccionarias. La obra original era más clara en su impulso hacia el anarquismo, pero aún así, la película mantiene la pregunta viva: ¿hasta dónde la revolución es construcción y no apenas destrucción?
La vigencia de «V de Vendetta» se refleja tanto en la popularidad de su máscara como en su capacidad para activar el debate, para incomodar y obligar a mirar el estado del mundo sin complacencias. No es casualidad que cada año, el 5 de noviembre, las redes se llenen de frases y referencias. Quizá la verdadera revolución sea preguntarse, aunque solo sea por una noche, si estamos dispuestos a transformar la realidad o a conformarnos con mirar desde la ventana mientras todo arde.
Tres años. Ese es el tiempo que ha tardado Rosalía en volver a nuestras vidas, pero no con cualquier disco, sino con «Lux», una obra que rompe con todo lo que conocíamos de ella. Mientras muchos esperaban una continuación del reggaetón experimental y los ritmos urbanos que la convirtieron en fenómeno global con «Motomami», la catalana nos ha regalado algo completamente diferente: una sinfonía moderna, un viaje espiritual grabado con la Orquesta Sinfónica de Londres, donde las palmas flamencas conviven con coros celestiales y el trap da paso a arias operísticas.
Es fascinante observar cómo una artista en la cúspide de su carrera decide arriesgarlo todo. Porque hagamos las cuentas: después del éxito masivo de «Despechá» y «Saoko», lo lógico habría sido repetir la fórmula, asegurar el éxito comercial y mantener contenta a la industria. Pero Rosalía nunca ha sido de las que eligen el camino fácil. Este cuarto álbum de estudio es una declaración de principios, un salto al vacío sin red de seguridad donde la experimentación y la ambición artística prevalecen sobre cualquier consideración comercial.
«Lux» no se consume, se experimenta. Sesenta minutos de música divididos en cuatro movimientos que funcionan como una sinfonía clásica, con dieciocho canciones en su versión física y quince en las plataformas digitales. Y aquí viene uno de los giros más radicales: mientras el mundo entero se vuelca en el streaming, Rosalía ha decidido que la experiencia completa solo está disponible en vinilo y CD, como un guiño a la época en la que los discos se escuchaban de principio a fin, sin interrupciones ni distracciones.
La producción de este álbum es una historia en sí misma. Durante tres años, la artista trabajó obsesivamente con productores como Noah Goldstein, Dylan Wiggins y Jake Miller, puliendo cada detalle hasta el límite de sus fuerzas. En una confesión reveladora a Zane Lowe, Rosalía admitió que estuvo al borde del colapso mental por los plazos de entrega. Tanto le costó separarse del proyecto que siguió modificando canciones incluso después de que las versiones físicas estuvieran ya en prensa, lo que provocó que las ediciones digitales presentaran diferencias con los discos de vinilo. Este perfeccionismo extremo, aunque incomprendido por algunos fans, habla de una artista para quien el arte está por encima de cualquier convención comercial.
Pero hablemos de la transformación vocal, porque aquí reside una de las mayores sorpresas del disco. Desde sus inicios en «Los Ángeles» (2017), donde exploraba el flamenco tradicional con una voz pura y descarnada, Rosalía ha experimentado una evolución que culmina en «Lux» con un despliegue técnico que roza lo sobrehumano. Su voz se mueve desde el susurro íntimo hasta el grito operístico, pasando por melismas flamencos, rap cortante y arias de soprano lírica. En «Mio Cristo», por ejemplo, canta en italiano con una técnica vocal que podría rivalizar con cualquier intérprete de ópera profesional. Y en «La Rumba del Perdón», junto a Estrella Morente y Silvia Pérez Cruz, recupera ese duende flamenco que la vio nacer, pero con una madurez vocal que evidencia años de trabajo y estudio.
Idiomas, misterio y espiritualidad
La decisión de cantar en catorce idiomas diferentes ha generado controversia. Español, catalán, inglés, latín, italiano, alemán, francés, portugués, ucraniano, árabe, hebreo, mandarín, siciliano y japonés se entrelazan a lo largo del disco, creando una especie de Torre de Babel sonora. Para algunos críticos, este recurso puede resultar artificioso y pretencioso, pero hay una lógica narrativa detrás: Rosalía se ha inspirado en figuras de la mística femenina histórica, santas como Hildegarda de Bingen, Juana de Arco o Santa Teresa de Jesús, y cada idioma representa un homenaje a estas mujeres en su lengua nativa. Es una apuesta arriesgada, sin duda, pero coherente con la ambición conceptual del proyecto.
Musicalmente, «Lux» es un universo donde confluyen géneros que jamás imaginamos escuchar juntos. Los violines de la Orquesta Sinfónica de Londres crean paisajes sonoros de una belleza apabullante, mientras que las bases electrónicas irrumpen de forma inesperada, generando contrastes que mantienen al oyente en constante tensión. En canciones como «Berghain», con colaboraciones de Björk y Yves Tumor, asistimos a un caos orquestal fascinante donde el alemán operístico se encuentra con intervenciones divinas cantadas por la islandesa y declaraciones de deseo explícito del estadounidense. Es música que desafía categorías, que se niega a ser pop pero tampoco es clásica, que coquetea con el flamenco sin ser flamenca.
Y las letras. Porque si algo ha mejorado exponencialmente en Rosalía es su capacidad para escribir versos que funcionan en múltiples niveles. Ya no estamos ante la narrativa directa de «Malamente» o los juegos de palabras ingeniosos de «Motomami». En «Lux», las letras operan en un registro más poético, más abstracto, donde lo divino y lo terrenal se confunden deliberadamente. ¿Está cantando a Dios o a un amor perdido? ¿Esa devoción es religiosa o romántica? La ambigüedad no es casualidad, es el núcleo mismo del disco. «Primero amar el mundo y luego amar a Dios», canta en «Sexo, violencia y llantas», estableciendo desde el inicio este diálogo entre lo carnal y lo espiritual que atraviesa todo el álbum.
Hay momentos de vulnerabilidad extrema, como en «Sauvignon Blanc», una balada desgarradora que bordea la cursilería sin llegar a cruzar la línea, gracias a referencias materiales que anclan la canción en lo cotidiano. Y hay momentos de empoderamiento rotundo, como cuando canta «seré mía y de mi libertad» o «me pongo guapa para Dios, nunca pa ti ni pa nadie», frases que funcionan como mantras de autoafirmación femenina en un contexto donde la espiritualidad se convierte en herramienta de liberación.
El flamenco, ese género que la vio crecer y que algunos críticos le reprochaban estar abandonando, vuelve con fuerza renovada en varios momentos del disco. «De madrugá» fusiona el cante jondo con beats electrónicos de una forma que solo Rosalía podría concebir. Y en «Porcelana», las referencias a «El mal querer» son evidentes: ese bajo pesadísimo que arrastra la canción, esas palmas secas, esa forma de ornamentar la voz que remite directamente a la tradición flamenca pero tamizada por una producción contemporánea sofisticadísima.
Ambición, riesgo y el viaje hacia la trascendencia
Lo interesante es que «Lux» no busca gustar a todos. Es un disco exigente, que requiere tiempo, paciencia y una escucha activa. No hay hits radiofónicos fáciles, no hay estribillos pegadizos que se repitan en TikTok durante semanas. Es música para sentarse, desconectar el teléfono y sumergirse en una experiencia sensorial completa. Esto, que en otra artista podría parecer un error de cálculo, en Rosalía se percibe como una decisión consciente y valiente: priorizar la integridad artística sobre el éxito inmediato.
Las críticas han sido diversas pero mayoritariamente positivas. Medios como El Mundo lo califican de obra maestra apasionada, El País habla de un salto al vacío intenso y fascinante, y hasta publicaciones internacionales como The Guardian lo describen como una experiencia cautivadora e inmersiva. Pero también hay voces discordantes, como la de Mondo Sonoro, que señala que el disco impresiona más de lo que emociona, que deslumbra más de lo que duele. Y es que quizás ese sea el precio de tanta ambición: en el intento de elevarlo todo, de convertir cada canción en una catedral sonora, a veces se pierde la calidez, la conexión emocional directa que tenían temas como «Pienso en tu mirá» o incluso «La fama».
Para quienes amaban «Motomami», este disco puede resultar desconcertante. Ese universo de motos, reguetón desconstruido y actitud urbana ha desaparecido por completo, sustituido por imágenes religiosas, referencias a santas y una estética casi monacal. Pero precisamente esa capacidad de reinventarse radicalmente de un disco a otro es lo que distingue a Rosalía de la mayoría de artistas de su generación. Mientras otros se aferran a una fórmula exitosa y la repiten hasta el agotamiento, ella prefiere arriesgarse al rechazo antes que estancarse creativamente.
La influencia de artistas como Björk y Kate Bush es innegable. Ambas han construido carreras legendarias precisamente porque nunca tuvieron miedo de alienar a parte de su público en aras de la exploración artística. Y en el contexto español, la sombra de Enrique Morente, el cantaor que revolucionó el flamenco fusionándolo con géneros imposibles, planea sobre todo el disco. Rosalía ha hecho con el pop contemporáneo lo que Morente hizo con el flamenco: romper las costuras del género hasta crear algo nuevo e inclasificable.
La cuestión del maximalismo también merece reflexión. «Lux» es, en todos los sentidos, demasiado: demasiados idiomas, demasiados instrumentos, demasiadas ideas, demasiada duración. Pero en un panorama musical dominado por canciones de dos minutos diseñadas para el consumo rápido, esta desmesura funciona casi como acto de rebeldía. Rosalía nos está diciendo que la música puede ser compleja, densa, difícil, y aun así valiosa. Que no todo tiene que ser digerible de inmediato.
Lo espiritual atraviesa cada segundo del álbum, pero no desde una religiosidad convencional o dogmática. La relación que Rosalía plantea con Dios parece más cercana al misticismo que a la ortodoxia, una búsqueda personal de trascendencia que tiene tanto de introspección como de espectáculo. Algunos han criticado que esta espiritualidad se siente manufacturada, más performance que experiencia genuina, pero otros argumentan que precisamente esa teatralidad es parte del concepto: el arte como vía de elevación, la música como práctica mística.
El cierre del disco con «Magnolias» es simplemente soberbio. Rosalía imagina su propio funeral, con motos quemando rueda sobre su ataúd y bailes encima de su cadáver, para luego cantar «yo que vengo de las estrellas, hoy me convierto en polvo para volver con ellas». Es una imagen potentísima que resume todo el viaje del álbum: de la tierra al cielo, de lo material a lo espiritual, del cuerpo al alma, y finalmente el retorno cósmico. Con una producción que recuerda a Florence Welch pero con un poso flamenco indeleble, la canción logra conmover de verdad, algo que no todas las pistas del disco consiguen a pesar de su evidente calidad técnica.
¿Es «Lux» un disco perfecto? Probablemente no. Sus excesos a veces cansan, su duración podría haberse recortado sin perder impacto, y el uso de tantos idiomas puede resultar más distractor que enriquecedor. Pero es, sin ninguna duda, un disco importante, una declaración artística que redefine lo que una estrella del pop puede permitirse hacer en 2025. En un contexto donde la mayoría de artistas juegan sobre seguro, donde los algoritmos dictan las decisiones creativas y donde el miedo al fracaso paraliza la innovación, Rosalía ha creado algo genuinamente audaz y personal.
Lo que queda claro después de escuchar «Lux» es que estamos ante una artista en constante evolución, incapaz de repetirse, obsesionada con empujar sus propios límites. Si «Los Ángeles» fue su carta de presentación flamenca, «El mal querer» su consagración experimental, y «Motomami» su conquista del mainstream latino, «Lux» es su entrada en el panteón de los grandes artistas pop que trascienden géneros y generaciones. No será un disco para escuchar todos los días, ni para poner de fondo mientras haces otras cosas. Pero cuando te sientes a escucharlo con la atención que demanda, la experiencia es arrebatadora, agotadora, pero también profundamente enriquecedora. Y al final, ¿no es eso lo que debería ser el arte: algo que te transforma, aunque sea ligeramente, después de experimentarlo?
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